Uno lleva ya
años resistiendo como gato panza arriba, pero todo en este mundo se acaba excepto
la tontería humana y, menos todavía la rayana en la idiotez de los políticos.
Ahora a los de
Madrid, que se tienen por los menos tontos de España porque en España los más listos son los apuntados en las listas
del paro que les impide toda actividad, les ha dado por arreglar el problema
que tienen con sus calles.
No es que vayan
a reasfaltarlas para nivelar hondonadas y colinas, ni siquiera van a limpiar la
suciedad con la que solo están satisfechas las ratas.
Le han echado
los mandamases (en éste caso la mandamás Carmena) la osadía que requiere
resolver el mayor problema al que los madrileños se enfrentan, y que los tiene
la mar de disgustados y, por fin, van a cambiar el nombre de las calles.
Se requiere
audacia para una empresa de tal calibre porque lo que se pretende al cambiar de
nombre las calles, es cambiar, ni más ni menos, que la Historia de España.
No es ninguna
iniciativa original porque una similar pero de sentido político contrario ya la
hicieron los secuaces de los que todavía conservan sus nombres en el callejero
y que sustituyeron a los esbirros a los que derrotaron y que ahora han vuelto
al poder.
Porque el
poder, ¿qué es al fin y al cabo?
La capacidad de
volcar el peso de la autoridad para poner el nombre de los suyos a las
calles, y arrojar a los escombros los
letreros cerámicos que formaban los nombres de los que ya no mandan.
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