Un ministro,
que compartía con sus tareas administrativa la inevitable exhibición oral de su
cinismo, me confidenció que la unanimidad es la culminación de la democracia
porque demuestra que, si no hay oposición discrepante, es porque todos
coinciden en señalar qué es lo mejor o
lo más veraz.
Ese maestro de
prudente cinismo que era Porfirio Muñoz Ledo lo practicaron todos y cada uno de
los muchos grupos parlamentarios en la sesión de investidura.
Hasta los
grupos unipersonales en los que un solo diputado representaba a los votantes de
su partido fueron seguidores de la doctrina de Don Porfirio (el bueno porque
el malo fue un feroz dictador, porque todo dictador que se precie debe ser
feroz) que encabezó la larga tiranía del Porfiriato.
Fue la de ayer,
pues, una sesión parlamentaria memorable en ésta peculiar democracia que ha
sido capaz, en menos de 40 años, de demostrar la ineficacia de su aplicación
en política.
¿Hubiera podido
algún diputado de alguno de los grupos parlamentarios españoles discrepar con
su voto del voto de sus compinches?
Habría podido
pero el riesgo que hubiera afrontado al hacerlo le parecía demasiado alto como
para correrlo.
¿Lo habrían
matado, le hubieran puesto orejas de burro?
Peor, se habría
quedado para in eternum sin el acta de diputado que consiguió gracias a su
jefe, a cambio de obedecerlo en todo y que le había mandado que ayer votara “No” , sin preguntarle siquiera si le
apetecía abstenerse o, (¡horror!) votar que quería que Mariano Rajoy fuera
presidente del gobierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario