Hay una regla
que ese ser supuestamente racional que es el hombre-mujer siempre debería
respetar: no engañarse a sí mismo.
Y es una
regla sin sanción para quien la infrinja, como las que castigan el engaño a
otros que cometen la ligereza de dejarse engañar.
Esa
persistencia en el error de engañarnos unos a otros está contemplada en los códigos penales, mientras
que no está la de mentirse a uno mismo porque
no se puede castigar al delincuente que comete un delito contra sí mismo.
Así que éste
engaño del que los españoles culpamos a los políticos tiene un culpable
principal y que nada tiene que ver con el del que engaña al prójimo.
El engaño a
uno mismo no es delito porque delincuente y víctima son los mismos y no puede culparse de
infringir la ley ni al mentiroso ni a la víctima, colaborador necesario para la
consumación del delito.
Sin la
colaboración necesaria del votante que vota al político, el político no habría
podido engañar al votante.
Y es que es
imposible condenar al político engañador del votante engañado.
¿Por qué es
imposible?
Porque el
político solo prometió lo que los votantes deseaban que les prometiera, a
sabiendas de que no tenía voluntad de cumplir ni tenía la seguridad de que pudiera
cumplir su promesa.
Y, así a
grandes rasgos y sin meternos en gerundios, ¿qué quieren los ciudadanos que les
prometa el político al que votarán?
-Que su vida
mejorará si lo votan a él y no a su adversario.
-Que les dará
más subsidios y subvenciones, y que sacará el dinero de los impuestos que les
haga pagar a los que tienen más dinero que los que lo van a recibir.
-Que
despenalizará todas las infracciones a leyes que molesten a los que las
infrinjan.
--Que su
norma filosófica para ejercer el poder gubernamental se basará en la promesa de
legalizar todo lo que hagan los que lo hayan votado y castigar ejemplarmente a los que no lo voten.
Por eso, y
por otras picardías que omito, ningún político promete en España “sangre, sudor
y lágrimas”.
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