El de El
Pandero, un barrio de mi pueblo, anda desde hace días patas arriba con
cuadrillas de gente removiendo tierra, plantando vallas, levantando plataformas
y poniéndolo todo manga por hombro.
“Es que”, me
explicó la señora que me describió la frenética actividad repentina en su
barrio, normalmente apacible, “el fin de semana celebraremos la fiesta del
vecino”.
“Y
claro”--asentí convencido—“los vecinos andaréis todos ocupados en preparar la
fiesta”.
“No, no, si los
que están haciéndolo todo son trabajadores mandados por el Ayuntamiento”.
Se me cayeron
los palos del sombrajo y ví por fin claro por qué España es lo que es y por qué
el gobierno de los españoles es lo que el gobierno que los españoles votan.
Un gobierno que
no solo decida a qué medico tiene que acudir el español cuando esté resfriado,
a qué escuela tiene que enviar a sus hijos para que los padres no se preocupen
de lo que hagan y los libre de ocuparse de los hijos, que les busque el trabajo
que ellos no tienen que preocuparse de buscar y hasta de señalarles los chistes
que deben reír en una fiesta.
Un pueblo
mantenido deliberadamente en la perpetua minoría de edad, que tenga garantizada
la calidad de su alimentación, el fuego y el pan imprescindibles para que sus
casas sean sus hogares.
Y todo eso, ¿a
cambio de qué?
De darles el
voto cada vez que se te convoque a votar, de no intentar decidir por tu cuenta
ni siquiera si un perro es mejor que un hombre o es mejor un hombre que un
perro.
En definitiva,
de aceptar que un ciudadano, en España, no un niño ni un tonto. Es un niño tonto.
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