Un tal Jean
Baptiste Lamarck fue el biólogo que, al formular que la necesidad origina la función, se adelanto en
medio siglo a Darwin y su teoría de la evolución.
Y lo que sirve
para la naturaleza y los bichos que en ella viven, naturalmente, se puede aplicar
al hombre, el bicho más bicho de todos.
Y, si la
necesidad obliga al hombre-bicho a cambiar su morfología, ¿por qué no iba a
cambiar simultáneamente su comportamiento personal y social?
Un suponer:
hace unos millones de años, un hombre descubrió que alcanzar corriendo a un
conejo para comérselo era un engorro, y que
lo sería menor si se asociaba con un semejante para que atajara al conejo en su
huida y, una vez apresado y despellejado, repartir entre ambos la carne.
Así nació el
Estado, o la asociación convenida entre dos o más humanos para compartir el
esfuerzo y los frutos que esa colaboración, para repartirse los beneficios de
forma previamente convenida.
Pero, ¿y si la
evolución degenerara hasta el punto de que los encargados de organizar el reparto
se quedaran con los muslos, los lomos y los brazos del conejo y los que habían
corrido para cazarlo se tuvieran que contentar con el pellejo y las orejas?
Pues, más bien
más que menos, eso es lo que está pasando con esta asociación de cazadores y administrativos
del fruto de la caza, que es el Estado
Moderno.
Por eso se
producen las revoluciones, para que los que las organicen puedan quedarse con
los lomos y los que acosen y cacen al bicho se sigan alimentando con las
sobras.
“¿Hasta
cuando, Catilina”,--le preguntan a los gobiernos repartidores los ciudadanos
cazadores—“abusarás de nuestra paciencia?”.
Evidentemente,
el que hace partes y reparte nunca dejará de beneficiarse personalmente ni de
beneficiar a los suyos.
Porque los que corren, cercan y apedrean al conejo
son tan tontos que no se dan cuenta de que les iría mejor si se comieran de vez
en cuando todo el conejo que cacen, en vez de conformarse con las sobras de cada día.
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