Por las vetustas calles de mi
pueblo en el que los que podían se iban a vivir a Sevilla, los que teníamos que
quedarnos recordamos haber visto pasar los borricos en los que los arrieros
hacía llegar al que compraba las mercancías que el vendedor les vendía,
Hoy, que ya casi todo lo que se
compra se adquiere por Internet y llega en una bolsita que te entrega el
repartidor, las calles estaban cortadas.
Los coches de los antiguos
peatones y los desaparecidos burros de los arrieros tenían que ceder paso a la
fuerza, naturalmente, a unos ciudadanos, gordos unos, y espirituadas otras, que
embutidos en aparejos como los de los deportistas de élite que salen en la
televisión, corrían con más fatiga que galanura.
Participaban en una carrera atlética
por las calles del pueblo si no con el patrocinio, con la colaboración de las
autoridades municipales que movilizaron
a sus agentes para que la fiesta transcurriera en paz y sin ningún corredor
bajo las ruedas de un automóvil.
La carrera, así, ha servido para
comprobar que los agentes municipales tienen piernas, lo que era dudoso porque
siempre se les ven montados en sus coches.
Palma del Rio era hoy como Nueva
York, la del maratón que cada año convoca a todos los miles de ciudadanos de
todo el mundo que quieren llegar a la meta el primero, aun a sabiendas de que
solo uno lo logrará.
Bendito ejercicio físico
voluntario, sucedáneo del que se practicaba obligatoriamente con el pico y la azada, y que tenía el
propósito de arrimar las habichuelas a la olla.
Ahora las cosas han cambiado:
corremos para que los que no lo hacen
envidien la elasticidad de nuestras zancadas, la apuesta cubierta de
nuestro esqueleto, el envidiado uniforme de marca con el que corremos.
Esforzarse para parecer, no para
lograr sobrevivir,
Una pantomima inútil pero
divertida, la palabra clave de la actual existencia.
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