Podemos y
debemos enorgullecernos los españoles por haber conseguido en tan poco tiempo
lo que tanto envidiábamos en otros países en los que vivir era una tarea tan
excitante como en España monótona.
Uno se fue de
aquella España en la que hombre, mujer, mocito o mocita podía andar con las
manos en el bolsillo, a pleno día o en tenebrosa noche, por los parajes más
inhóspitos urbanos o por los más lúgubres descampados.
Y entraba y
salía de ellos, como la luz a través del cristal: sin romperse ni mancharse.
Era la tediosa
existencia de un pueblo históricamente aventurero y acostumbrado a vivir
peligrosamente, condenado por una opresiva dictadura a no matarse unos a otros
como durante siglos lo habían hecho.
Quizás los de
fuera de España no eran tan sanguinarios como nos decían, ni los españoles tan apacibles
nos parecía porque, gracias a la censura, lo que no se publicaba era como si no
hubiera ocurrido.
Pero lo que
es cierto, y las noticias
radiotelevisadas y difundidas en periódicos o Internet lo confirman, es que
ésta España de ahora ha dejado de parecerse la España de antes para igualarse,
o superar, a la sanguinaria población de los envidiados países extranjeros.
Ya somos todos
iguales y, si acaso hemos superado a los que antes iban por delante.
Porque en España
nos matamos y nos hacemos desaparecer unos a otros tanto o más que en los más
adelantados países en lo que se cumplia la recomendación de Gabriele D,Annunzio
de vivir peligrosamente.
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