Donald Trump
sugirió en su primer discurso como presidente que, bajo su mandato, la
filosofía aislacionista—desentenderse de lo que ocurra fuera del pais—se
impondrá a la intervencionista, que defiende atajar conflictos en el extranjero
que podrían se extenderse a los Estados Unidos.
Thomas Paine,
George Washington,, Thomas Jefferson y, en general, todos los padres fundadores
de los Estados Unidos propugnaron esa filosofía para aislar a la nueva nación
de los conflictos que sacudían a los países europeos de los que procedían.
Con la excepción
de la guerra contra España por Cuba y Filipinas y bombardeos puntuales en
América Latina, los Estados Unidos siguieron la línea abstencionista en su
política exterior hasta que Woodrow Wilson ordenó en 1917 la intervención en la
primera guerra mundial.
Como único país
industrializado cuya economía salió reforzada y no destruida por la guerra, sus
intereses económicos se universalizaron y la defensa de esos intereses
nacionales se globalizó.
Cuando Donald
Trump tomó posesión de su cargo, los intereses de los Estados Unidos abarcaban
todo el mundo por lo que, para defenderlos, el nuevo presidente se verá
obligado a intervenir (aunque no siempre directamente por la fuerza militar)
donde considere que corren peligro.
Es el aislacionismo
relativo de la política de Donald Trump un ardid engañoso más que una promesa
creible.
Mientras los
intereses de los Estados Unidos tengan dimensión mundial, su defensa lo
obligará a intervenir en cualquier lugar del mundo en el que crea que estén
amenazados.
Como ha ocurrido
a lo largo de la Historia con todos los Imperios que, por serlo, estaban
obligados a intervenir lo más lejos posible de sus fronteras y antes de que un
conflicto internacional degenerara en guerra nacional.
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