Somos de
derechas los de derechas porque, conscientes de que hasta los gemelos
univitelinos son individuos tan diferentes que a uno pueden gustarle las papas
fritas con huevo y el otro el bacalao (o bacalado que es más fino) al pil-pil,
nos parece una barbaridad empeñarse en que todos somos iguales.
Sin embargo, creemos
natural y hasta digno de elogio que al que le gusten las papas fritas pueda
negarse a comerlas y, por supuesto, hartarse de ellas tanto en el desayuno como
en la cena y hasta a la hora de merendar.
Aclarada con
ésta ilustrativa parábola la confusión que en ésta España eternamente
desconcertada cree que el de derechas lo es porque va a misa y lleva la
banderita nacional y el de izquierdas porque no acude a la iglesia ni para que
le recen el postrer responso y en vez del aguilucho prefiere la hoz y el
martillo en la bandera, hablemos de los españoles.
Son los
españoles individuos de apariencia externa diversa porque los hay bajos, altos,
gordos, flacos, morenos o rubios y, a pesar de su aspecto, son tan españoles unos
como otros.
¿Qué los
diferencia, pues, de los individuos de aspecto más o menos parecido al de
ellos, pero que no son españoles?
Que los
españoles, acostumbrados a que siempre hayan sido otros los que nos saquen las
castañas del fuego, estamos incapacitados para decidir cuando están las
castañas tostadas y cuando siguen estando crudas y, por consiguiente, estamos más
cómodos obedeciendo al que decida por nosotros que decidiendo por nosotros mismos.
Obedientes
nacimos y obedientes seguimos, se apoden de demócratas o de dictadores los que
nos manden.
A la vista lo
tenemos: hasta hace medio siglo, nos mandaban que fuéramos arregladitos a misa,
cantáramos con recia y desentonada voz el Cara al Sol y con los escombros estábamos
decididos a levantar un Imperio.
Ahora acudimos
en harapos al templo de la democracia que es el Parlamento, cantamos las letras
ininteligibles de coplas extranjeras y acondicionamos esmeradamente el puticlub
español para atraer a los adinerados cabritos extranjeros.
La España tan
perpetua como las penas que de por vida condenan al delincuente notorio, en la
que solo el Gobierno—democrático o dictatorial—es el que se equivoca porque es
el que decide lo que a los que obedecemos nos conviene acatar.
Sabio pueblo que
siempre acierta porque nunca decide.
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