Esa catedral
del contraste de pareceres que es el Congreso de los Diputados se justificaba,
si acaso, por ser el escenario para que unos delegados por sectores del pueblo
con opiniones diferentes acordaran soluciones comunes.
Convenía, que
por muy distintas que fueran las opiniones, emplearan un mismo idioma
comprensible para todos.
Pues ni para
eso sirve este congreso de los Diputados, en el que los que se retrepan en sus
poltronas conocidas por escaños, coinciden en usar un idioma común que puedan
entenderlo todos.
He leido en la
prensa, y lo he creído porque hay ocasiones en las que lo que la prensa refleja
coincide con la verdad de lo que haya pasado, que una de las señorías del Congreso
de los Diputados metió una morcilla en gaélico en un pasaje del discurso que
estaba profiriendo.
Seguramente ni
mi nieto Pablo, al que parece que se le da mejor que bien la práctica del fútbol
gaélico allá en su colegio de Malahide, cerca de Dublín, lo habría comprendido.
Así que, si el
Congreso Español de los Diputados ni siquiera sirve para que sus señorías se
entiendan, ¿para qué sirve el Congreso Español de los Diputados?
Para engrupir,
un verbo que nuestros hermanos transatlánticos de Argentina emplean para
definir la astuta artimaña de hacer parecer lo que no es, de dar a entender que
el escuálido borrego que tiene es una interminable manada de ovinos.
¿Puede uno
extrañarse de ésta peculiaridad de los Diputados Españoles al Congerso?
Si fueran los
electores que lo eligieron los que lo enviaron al Congreso, sí.
Pero los
Diputados españoles fueron apoltronados en sus poltronas del Congreso por la
dirigencia de su Partido que los puso en puestos de sus listas de elección
segura, probable o posible.
Y el que paga
manda, por lo que los diputados hacen lo que les diga la dirección de su
partido, e ignoran a los que votaron la lista en la que su nombre estaba
incluido.
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