Antes de que
fuera Susana la lideresa andaluza que todos conocemos, la Susana que casi todos
conocíamos era Susana la casta, la que en el libro de Daniel arrostró todas las
penurias que le sobrevinieron por rechazar la pretensión libidinosa de dos
viejos verdes que, para más INRI, pasaban por modelos de virtud.
La Susana Diaz
de ahora, más que ser pretendida, es
ella la que pretende ligar una escalera real de color en el azaroso mundo de la
política tan parecido al del póquer, para que ningún otro jugador se pueda
llevar el pot al que asciendan las apuestas.
Ya posee los ases de secretaria general del PSOE andaluz y Presidenta de la Junta de
Andalucía, a las que quiere añadir las de Secretaria general del PSOE y Presidenta del Gobierno de España.
Si en el descarte
final le dieran el comodín a cambio del naipe del que se desprenda, habrá
ligado el repóquer.
Solo la
jugada de escalera de color
real—combinación tan rara de naipes que por ahora solo se reserva al Rey, como
Jefe del Estado—superaría, aunque solo en rango simbólico, a la que Susana
aspira a presentar.
Si lo lograra,
se abriría necesariamente el inevitable análisis posterior a toda partida de
póquer:
¿Se ha quedado
con toda la apuesta en disputa el jugador más afortunado o el más preparado
para ganar?
¿Ha ganado el
ganador porque era el mejor de los apostantes o porque los demás eran peores
jugadores que el ganador?
¿Ganó Susana
por ser la que llevaba cartas mejores para ganar, o porque los perdedores
jugaron peor las cartas que les habían repartido?
Lo más
probable será que, en este mundo calvinista en el que el éxito justifica los
procedimientos para alcanzarlo, Susana se quede con los cuartos y sus
contrincantes con la boca abierta.
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