En cuanto le arranquemos un par de hojas al almanaque renegaremos del
verano que ya habrá llegado y añoraremos al invierno que ya se fue.
Y es que el
hombre lo es porque su memoria le hace añorar lo perdido, menospreciar lo que
tiene y envidiar lo que otro tenga.
El verano es
tiempo de calor y de avispas, a una de las cuales ví ayer cuando, desde su
asiento en el Congreso de los Diputados, incordiaba al presidente del Gobierno,
Mariano Rajoy.
No es Iglesias un nuevo Cassius Clay porque no
vuela como una mariposa ni pica como una avispa.
Viste su magra
figura, eso sí, con ropas tan llamativas, por su extravagancia al lucirlas
donde por distinguirse de los demás desentona, como la avispa revolotea para
hacerse notar con las rayas horizontales amarillas y negras de su cuerpo.
Montó el
número, dio el espectáculo y logró que las televisiones repitieran las imágenes
de un fulano que se cree gracioso, aunque no tenga ni chispa de gracia.
Recordaba la
actuación de Iglesias aquella comedia conocida por Las Avispas, que Aristófanes
estreno el año 422 antes de Cristo y en la que se escenificaba la trampa
operada en una urna (como las que ahora se utilizan en las elecciones) para que
el pillo consumara su pillería.
Impagable
Pablo Iglesias que, por dejarse ver en el Congreso de los Diputados como se
deja ver y oir, demuestra que en un sistema como esta democracia de
guardarropía que es la democracia española, cualquiera puede ser diputado y
hasta (ay, Zapatero) Presidente del Gobierno.
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