Desde que mi paisano el cardenal
Portocarrero dio el cambiazo al pasarse del bando austríaco al francés para la
sucesión de Carlos II, el cambio es el factor político determinante de la
política española.
El de Portocarrero sí que fue un
cambiazo y no el cambio que los actuales partidos políticos predican,
consistente solo en que, en vez del Rajoy del PP, mande desde Madrid el mismo perro, pero
con diferente collar.
Porque el collar le sirve al perro
para poner a salvo el pescuezo propio mientras muerde el pescuezo del perro
que lo quiere morder.
En ésta España que nos preocupa
tanto hubo una ocasión perdida de cambio y todo lo demás no ha pasado de
intentos de cambalache.
Como desde Isabel y Fernando
siempre han sido más o menos extranjeros los que han mandado en España, la
España siempre obediente ha seguido el rumbo que le marcaban los reyes
extranjeros que mandaban, generalmente en favor de los intereses de sus países
de origen.
¿Y eso no ha cambiado
decisivamente desde que la bandera de ese anhelado cambio la ondean los
díscolos redentores de Podemos?
Pues no.
Los de Podemos, menos que ninguno
de los otros partidos a los que quieren desplazar para mandar ellos: las de los
moros de Persia y las de los desquiciados de Venezuela, sus dos garantes para
subvencionar el gasto de sus travesuras.
Así que el cambio tan deseado por
los españoles consiste ahora en que, en vez del IBEX, la Union Europea, el
imperialismo yankee y la casta nativa, manden en España los hambrientos
venezolanos y los tolerantes imanes iraníes.
En definitiva, que el cambio que
los de Podemos y sus achichicles proponen
consiste en:
a) seguir como los españoles
vivimos, deteriorando lentamente la calidad de nuestra vida, o
b) Vivir como los persas y
venezolanos viven sus vidas: sin comida que los engorde, ropa con que cubrir
sus desnudeces ni papel higiénico con el que limpiar lo que se ensucie.
Que lo decida la democracia, ese
sistema que impide culpar a los dirigentes electos por el pueblo de las
desgracias que al pueblo le ocasionen los que gobiernan.
Y es que, de los errores, tropelías
o raros aciertos del gobierno elegido, los responsables son los que lo
eligieron, no los electos.
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