Muy a
regañadientes podría aceptarse como verdad lo que evidentemente es falso: que
todos los hombres somos iguales.
Pero, lo mismo
que los hombres necesitan tutela de sus mayores mientras sean menores de edad,
el grupo de hombres que se conoce por pueblo también precisa verse forzado a
tomar decisiones por su cuenta y sin la protección de los mayores, que es el
gobierno.
Los gobiernos
son los tutores de los individuos que, por no haber sido educados para que
adopten sus propias decisiones, siguen necesitando que les pongan la mesa y les
laven la ropa.
Un suponer,
los españoles.
¿Cómo se las
apañarían los ciudadanos de España si el gobierno no les proporcionara comida
para comer, techo bajo el que vivir, escuelas para aprender lo que al gobierno
le interese, carreteras para ir de donde el gobierno quiera, o clínicas donde te operen de enfermedades que el gobierno decida que
merecen ser operadas?
Malamente. Los
españoles siempre fueron, son ahora y serán siempre lo que el gobierno quiera
que sean, por mucho que los que mandan los engatusen con el cuento de que
mandan porque los que obedecen les han pedido que manden.
¿Y eso es
bueno, es malo o es regular como los de regulares-2, el feroz regimiento en el
que los más aguerridos de los sanguinarios españoles del sanguinario Franco
servimos a España?
Si sarna con
gusto no pica, los españoles seguirán obedeciendo al gobierno que les toque en
desgracia, como vienen haciendo desde hace tres mil años.
¿No hay
entonces alternativa que permita a los españoles organizarse a sí mismos como
les dé la gana y no como le dé la gana al gobierno?
La hay.
O, por lo
menos, yo la vislumbré cuando, espectador imparcial desde las alturas de un
balcón, presencié anoche el paso de un desfile procesional de Semana Santa.
Como los que
mandan en el pueblo son ateos por imperativo ideológico, ni un mandamás de esta
democracia interesadamente laicista caminaba entre los organizadores de la
procesión, por miedo a que los acusaran de ser tan retrógradamente cristianos
como los jerarcas políticos del tenebroso franquismo, y eso pudiera costarles
votos en la próxima mascarada electoral.
¿Y cómo se
desarrolló esa manifestación religiosa sin tutela política?
Como la seda.
Divinamente gracias a que ni los gobernantes que antes lo hacían en nombre de
Dios ni los que ahora se ausentan para que no los relacionen con Dios,
entorpecieran el buen orden y el estruendoso concierto de las bandas de música
que amenizaban el desfile.
Al espectador
pasivo del acontecimiento que era su servidor, el buen desarrollo de la
procesión sin necesidad de políticos que enturbiaran su la brillantez ni
interfirieran el buen orden del evento le abrió de par en par las puertas de la
esperanza para ésta España mangoneada siempre por intrusos.
Y es que la
selección de responsables de las diferentes tareas de la procesión, el trazado
de su recorrido, la contratación de colaboradores externos, la recaudación de
los gastos, la administración de los desembolsos y hasta la difusión
publicitaria habían corrido a cargo de las hermandades procesionales.
Porque ni
gobiernos electos por sufragio popular ni encaramados por la fuerza al poder se
habían entremetido en la organización y desarrollo de la procesión.
Uno, en su
visionaria adivinación del futuro, contempló desde el balcón una España hasta
esa noche inconcebible y a partir de esa noche más que probable:
Una España
organizada en núcleos de voluntarios que, sin interferencia de espadones ni
políticos profesionales, hagan lo que crean que deben hacer y cómo hacerlo.
Un sociedad
civil española en la que los cofrades asuman tareas por la simple
satisfacción de hacer lo que quieren hacer y no porque les ordenen hacerlo o
porque les convenga obedecer.
Una España
regida desde cofradías semanasanteras y no por partidos políticos en los que la
sumisión al líder se recompensa con un asiento preferente en el banquete.
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