Ahora que se
puede hablar mal de todo me ha venido a la memoria un episodio de los tiempos
en los que, para no equivocarse al hablar de lo que a algunos les parecía
inconveniente, a uno le convenía no hablar de nada.
No sé si el
tiempo a que me refiero era así porque era la esencia del franquismo o era el temor
reverencial a Franco el que lo inspiraba.
Vamos al hecho
que inspira tan profundas reflexiones:
Acababa de
terminar el segundo curso en la escuela oficial de periodismo y solicité y me
concedieron hacer prácticas en la Agencia EFE, que me destinó a la sección de
Efe-Extranjero para que, en el horario de tres de la madrugada a nueve de la
mañana, tradujera al español las noticias que llegaban en francés o inglés por
las agencias France-Press, UPI (United Press International) o Associated Press
(AP).
El jefe máximo
del tinglado era un ectoplasma de aspecto ruin y bien ganada fama de mala leche
que respondía siempre en gruñidos al nombre de Don Manuel Marañón.
No sé por qué
(seguramente mi turno particular comprendía el horario completo y otros más
veteranos lo empezaban después de las tres o antes de las nueve) al último mono
llegado a aquella monería de redacción le tocó coordinarla.
Consistía la
tarea en traducir noticias y distribuir a los demás las noticias que debían traducir.
Una aciaga
mañana, cuando don Manuel Marañón llegó al cubículo acristalado desde el que
aterrorizaba a todos los que no teníamos más remedio que dejarnos aterrorizar,
me convocó a su presencia:
“Mire usted”—me
conminó—“en ésta casa no existen Pablo Casals, Pablo Neruda ni Pablo Picasso”.
Recordé que
había dado a traducir una información en la que se hablaba de Neruda y, aprendí
la lección: el que niega lo que es no engaña a los demás sino, ante todo y
sobre todo, a sí mismo.
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