Por lo que me
cuentan los de mi pueblo que acudieron a
la plaza de toros atraídos por la nostalgia, lo que en ella vieron los
convenció de que lo de antes era mejor que lo de ahora.
Vieron cómo
dos de los niños de El Cordobés y uno de Pedrin Benjumea volvían al pueblo del
que sus padres huyeron para encontrar fuera lo que aquí no había: la manera de
hacerse rico sin haber heredado la riqueza.
El reencuentro
con el pasado que la mayor parte de los espectadores no conoció me dicen que
fue “entretenido”.
Pero de ahí,
quizá para no comprometerse, no pasan.
¿Se
entretuvieron viendo cómo los toros embestían a los toreros, cómo los toreros
evitaban que los corneara el toro o simplemente por el ambiente festivo en el
que la ocasión los volvió a juntar como los junta casi todos los dias?
Esa es una
pregunta que uno no puede responder porque prefirió quedarse con la nostalgia
intacta de los días que se emocionaba viendo torear a los padres de los que
ayer intentaron imitarlos.
Y, ¿por qué?
Porque los
años le han enseñado que lo bueno de verdad, lo que de verdad es bueno en el
negocio relacionado con el toro, no es tanto ver cómo los matan sino comerse un
buen chuletón de vacuno ya muerto.
Con un buen
vino y un toque de chimichurri, naturalmente.
Y, después,
extasiarse admirando cómo se mataban entre ellos los humanos, en aquél falso
Oeste inventado por el cine.
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