El hecho, tal
como he leído en un periódico tan seriamente dogmático como El Pais, es que unos
individuos, sin duda animalistas, obligaron a detenerse a un coche que huía del perro que los perseguía después de haber sido abandonado.
Ganó, como
siempre, el perro.
La familia del
coche se vio forzada a parar, recoger de nuevo al perro indeseado y llevárselo
para siempre o, por lo menos, hasta que lo abandonaran en un descampado en el
que no hubiera animalistas que se lo impidieran.
Anécdota es
esta anécdota aparentemente intrascendente, que ilustra la aberrante sociedad
que el ser humano ha fabricado con ésta maníaca predilección por la igualdad en
perjuicio de la libertad.
Porque, si
hubiera sido el perro el que, harto de soportar a la familia que lo llevaba en
el coche el que hubiera escapado de tan indeseable compañía ¿lo habrían detenido los que
presenciaron su fuga para reintegrar al fugitivo?
No habría sido
nada inaudito porque muchos animales de compañía, a los que sus dueños tienen
la manía de perfumarlos con esencias aromáticas impropias de su condición para
no captar los olores animales que les son propios, tienen razones sobradas para
escaparse de los humanos.
Entre otras,
la de recuperar la propia naturaleza animal cambiada sin consultarlos, para
volver a sentirse animales y no humanos con apariencia animal.
¿Si los dueños
de animales quieren que huelan y se comporten como humanos, ¿por qué en vez de
animales-mascota no prefieren humanos-mascota?
En los
añorados tiempos de la esclavitud legal así era, y hasta hubo dueñas de
esclavos que tuvieron descendencia con su esclavo y esclavas que dieron hijos a
su dueño.
Y nadie se
escandalizaba.
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