Que no
renuncie quien carezca de impulsos religiosos a presenciar por lo menos una
vez en la vida una procesión se semana santa, sobre todo en esos momentos
ambiguos de la amanecida y en alguno de los pueblos de la Vega del
Guadalquivir.
Pasan los
pasos dolientes por callejuelas retorcidas, escoltados como Cristo lo fue hacia
el calvario por sayones fanáticos, por tenebrosos encapuchados de máscaras
puntiagudas.
El olor a
cera derretida de sus antorchas se funde y confunde con el aroma voluptuoso del azahar que nieva ya la opaca copa de los naranjos.
(Antes era
habitual, pero todavía ocurre a veces, que la voz rota de vino y tabaco del
algún mercenario, pagado por un señorito de rumbo, desgarre la inerte amanecida
con el ronco lamento de una saeta).
Esa es la
Semana Santa de mi tierra que, vivida más en el recuerdo del pasado que en la
anodina vulgaridad de este presente menestral y robotizado, añora el que la
conoció e ignora el que no lo hizo.
Como todo, el
pasado es mejor para los viejos y el futuro es mejor para los jóvenes.
El presente,
esa olla podrida que hierve al mismo tiempo frescos y añejos, es malo para
todos: para los que tenemos menos futuro que pasado y para los que tienen más expectativas
que recuerdos.
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