El mayor de todos los misterios,
sentenció Sócrates cinco siglos antes de Cristo, es el hombre.
Se refería a lo imprevisible de su
razonamiento, a la motivación que lo mantiene impasible o le estimula
reacciones contradictorias, a su singularidad de aspecto físico y a su peculiar
interpretación de hechos similares.
Hasta su gestación, las
circunstancias aparentemente baladíes que dieron como resultado su nacimiento,
fueron únicas para cada recién nacido.
Pero hay ritos que, por ser
comunes en cada uno de los nacimientos de un recién nacido, son de obligado
cumplimiento: el de buscarle rasgos parecidos con los de algún pariente
cercano.
Así ha sido también en el caso de
Carlos, el séptimo de mis nietos, al que tuve la inmensa alegría de conocer
anteanoche.
Es hijo de mi hija Rocío y de
Carlos, mi yerno.
Todos los parientes más cercanos
del recién nacido que allí estábamos cuando nos lo mostraron nos enzarzamos en
la fase inmediatamente siguiente del ritual: descubrir el parecido del recién
nacido.
Ninguno de los más cercanos familiares presentes nos atrevimos a expresar un deseo que
compartíamos: que alguien le encontrara al recién nacido parecido con nosotros.
¿Tanto anhelábamos que el recién
nacido Carlos se pareciera a nosotros, o éramos nosotros los que hubiéramos querido parecernos a Carlos?
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