El ser humano
conocido por hombre o mujer debería sentirse condicionado por el nombre o el
apellido por el que se le conoce y debería adecuar su comportamiento a lo que
significa el nombre y el apellido por los que se le identifique.
Así, un
ciudadano que se apellide Bueno debería serlo y no tan malo como la quina, esa
corteza de árbol buena para nada.
Hay un caso en
el zoológico que es la política española en el que alguien se esmera y casi ha
conseguido esa congruencia: el del diputado Rufián.
Pero la contumacia
con la que el diputado se esmera para que su comportamiento haga honor a su
apellido nos hace temer a los suspicaces que hay trampa.
No es posible
que haya nadie tan perfecto que sea capaz de ser malo sin mezcla de ninguna
bondad.
Bueno y
perfecto, nos enseñaron en el franquismo, solo existe Dios y su antítesis, el
Diablo, es el único malo sin contaminación de bondad ninguna.
¿Es tan malo el
diputado Rufian como se empecina en parecer?
¿Sus
intervenciones parlamentarias exteriorizan lo que su corazón siente o encubren
una bondad, de la que se avergüenza?
La manera de
despejar esa incógnita es permitirle que sus excesivamente limitadas
intervenciones parlamentarias duren
tanto como duraban las del Fidel Castro: por lo menos dia y medio.
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