Indalecio Prieto,
el orondo líder socialista que acabó administrando el tesoro que los Ali Babá
republicanos se llevaron de España a México en el yate “Vita”, era hombre
ingenioso.
En el hemiciclo
del congreso le dijo a un compañero de bancada señalando a José Ortega y Gasset
que se les acercaba: “aquí llega la masa encefálica”.
Y es que el
filósofo tenía bien ganada fama de ser más listo que Lepe.
Pero unos tienen
la fama y otros cardan la lana porque hasta Ortega se equivocó cuando, en los
debates para la elaboración de la Constitución Republicana, allá por diciembre
de 1931, se opuso a que solo a las regiones autónomas que lo exigían
(Vascongadas, Cataluña y Galicia), se les concedieran estatutos de autonomía.
Sostenía Ortega
que el gobierno central se vería acosado por las demandas de las tres regiones
y que, si a todas las que lo solicitaran lo consiguieran, las rivalidades entre
ellas servirían de contrapesa a la eventual coincidencia de Galicia,
Vascongadas y Cataluña para forzar al Gobierno.
Tarde porque,
hasta 1978, los nuevos constituyentes no hicieron caso a la sugerencia de
Ortega.
Y gracias a
eso, o por culpa de eso, los españoles estamos como estamos 40 años después de
aquella transición que tan bien ganada fama tuvo de cómo se puede cambiar un régimen malo por otro peor.
Y es que al gobierno central le llueven
guantazos no de tres, sino de 17 comunidades autónomas, en competición
permanente por sacar más que las demás del pozo sin fondo que son los
presupuestos generales.
Porque a
Ortega, por muy filósofo que fuera, se le pasó por alto que tres problemas son
más fáciles de resolver que diecisiete.
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