Hubo una vez un sádico, cantado por
los juglares de la época, que experimentaba un éxtasis casi carnal cuando
tiraba el pañuelo de su amada al río para gozar mirando cómo se hundia.
Debió
haber sido aquella una relación tormentosa porque el pañuelo era “el ultimo
recuerdo de tu cariño que yo tenía”.
Ido el
pañuelo, borrada la memoria de aquellos tiempos aciagos.
Algo
parecido, pero menos sensual pasa en mi pueblo porque, en vez lágrimas
sentimentales, echan a los dos rios que en Palma del Rio confluyen costosos
pañuelos tan caros como si hubieran sido bordados con sedas de Hangchow.
Por su
cercanía al cauce del Genil, el convento de Santa Clara es uno de esos pañuelos.
Al que
hasta hace seis años concitaba el amor de los habitantes de Palma del Rio, que como
muestra de su afecto lo habían hecho alcalde, se le ocurrió restaurar un viajo
convento utilizando mano de obra local que aprovecharían la experiencia para aprender
oficios que la economia demandaba y no encontraba.
Solamente
el claustro mudéjar restaurado hubiera justificado la obra, aunque no todos los
cinco millones de euros invertidos.
Y es que
la voluntad de los políticos es tan cambiante como el rodar de las olas, como
la dirección del viento señalada por una veleta enclavada en el Estrecho de
Gibraltar, permanentemente zarandeada de poniente a levante.
Nada más
posar sus posaderas en el sillón municipal hasta entonces usufructuado por su
antecesor y conmiliton, el nuevo alcalde José Antonio Almenara sintió la
imperiosa necesidad de todos los hijos: matar al padre.
Lo hizo de
manera incruenta pero costosa: pero cómo se gaste el dinero importa poco si el
dinero es ajeno, tuvo la ocurrencia de destinar el reconstruido convento a
museo de los modistos Vittorio y Luchino, los que hace una decena de años
imponian las modas que ya no imponen.
Nueva
millonada de otros para financiar una ocurrencia propia.
Así que
los rios de Palma del Rio, el Genil y el Guadalquivir, y desde que la
democracia transformó este austero país que siempre fue España en la cañeria
del dinero que vierte su caudal en el sumidero,
están de permanente enhorabuena.
Al
Guadalquivir le han regalado no solo un airoso puente con tantas luces que
parece una verbena por las noches sino, además, un llamado observatorio porque
desde donde lo enclavaron se podría observar su corriente si previamente
talaran los frondosos árboles que la ocultan.
El alcalde
que tuvo la feliz idea del observatorio del Guadalquivir le paga una cantidad
anual al particular que la ocupa y explota.
Entre las
muchas otras trivialidades innecesarias, a los perros le han hecho un parque
para que meen y dispone el pueblo de un suntuoso Palacio de Congresos y
Exposiciones para que una plantilla de empleados públicos retrase el deterioro
que el paso que el tiempo hará envejecer sus estructuras.
El palacio
de Congresos nació virgen y virgen sigue. Sin uso, sin provecho, sin que en su
seno se haya gestado ninguna promesa para convertirlo en realidad rentable.
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