Hasta aquí
hemos llegado y, comprobado que lo nuevo conocido es peor que lo que
anteriormente habíamos visto, la prudencia aconseja volver atrás para no
comenzar de nuevo.
Hablo de ésta
España cuyo destino nunca estuvo en manos de sus habitantes sino en las del que,
forastero o nativo, hizo con ella lo que creyó que debería hacer en su propio
provecho, beneficiara o no a sus compatriotas.
Por el camino
que vamos acabaremos como predijo Dante en su Divina Comedia: Ugolino se comerá
a sus hijos; en un acto de canibalismo difícilmente justificable por el ansia
de la propia supervivencia.
¡Cuánto malo
hemos visto desde que las campanas doblaron aquella madrugada del 20 de
Noviembre anunciando el fin de una era para empezar otra que la inocencia
popular presagiaba mejor, y el tiempo demostraría que sería igual o peor!
Y lo más
irritante: porque de la maldad que terminaba el 20 de noviembre no habíamos
tenido los españoles gobernados arte ni parte, pero de la posterior todos los
españoles somos cómplices y, al votar, colaboradores necesarios.
El que
protagonizó las arbitrariedades de su gobierno no necesitó la ayuda ni el
consentimiento de la gente que las
sufrió.
Todos y cada
uno de sus sucesores, sin embargo, malhicieron lo que hicieron mal a instancias
de los millones de los futuros quejosos por sus actos de gobierno.
El resultado
del sistema de gobierno previo al actual fue igualmente insatisfactorio.
Pero, con
Franco, teníamos el derecho al pataleo
que desde entonces no podemos invocar porque, a los que nos malgobiernan ahora,
les hemos dado la legitimidad para malgobernar los mismos que nos quejamos de
forma hipócrita por su malgobierno.
Con Franco,
todas las quejas eran legítimas. Con los presidentes de gobierno electos desde
que Franco murió, la culpas de sus decisiones se cimentan en la equivocación de los electores al
haberlos elegido.
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