Hay dudas que
al hombre, encastillado en sus convicciones, le entran por las troneras y
corroen hasta demolerlas las más inexpugnables certidumbres en las que ha
vivido en falsa seguridad.
Por ejemplo, la
maldad absoluta del infierno.
¿Tan malo es
que hasta al más enviciado pecador lo asalta algunas veces la tentación de ser
bueno?
La gente que
desconoce la tortura aniquiladora del calor puede que no quiera acabar en el
infierno.
Pero a los que
vivimos en éste Valle del Guadalquivir donde el infierno dura cuatro de los
doce meses de cada año, el infierno no nos asusta.
Uno de esos
cuentos que ruedan varios siglos durante generaciones relata que un vecino de
Palma del Río murió en los primeros días de un mes de Julio y, naturalmente, lo
destinaron al infierno.
Preocupada iba
el alma del hombre por lo que temía que la aguardara.
Llegó a un
gran portón con cerradura hermética y, a regañadientes, tocó la aldaba para que
le abrieran la puerta.
La puerta se
abrió y percibió que, del interior del infierno, escapaba un soplo de la
temperatura de dentro.
--“Coño”, --exclamó
la palabrota propia de su condición de pecador—“qué bien se está aquí”.
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