Como las
enfermedades del cuerpo que parecían curadas y sin embargo recidivan, también
las del pensamiento retoñan después de aparente y definitivamente mustias.
Un ejemplo: el
trabajo corporal que algunas órdenes mendicantes condenaban hace diez siglos
por contravenir el mandato evangélico de pobreza.
Solo era para
ellos evangélicamente pobre el que subsistía de las limosnas que recibiera.
Hasta el cultivo de los alimentos que consumían los frailes en los huertos de sus
conventos les parecía pecaminoso.
Nueve siglos,
que en comparación con la edad del mundo son un suspiro, la mendicidad
disfrazada ahora de justicia social se ha impuesto.
Todo aquel que
busque y encuentre su manutención al margen de la limosna del Estado es un
hereje digno de ser quemado por la repulsa social, para que su ejemplo no
contamine.
Fuera de la
antigua fe no había salvación. Cualquier actividad al margen de la tutela
estatal es ahora herética.
Si alguien
quiere compartir lo que le sobra de lo que tiene con los que carecen de lo que
necesitan, ¿para qué hacerlo llegar directamente al necesitado, con el peligro
de que el donante le dé lo superfluo al necesitado, cuyas necesidades solo conoce el Estado?
¿Hay más
cumplida filantropía que la de huir de agradecimientos personales a cambio de
una donación?
El Estado, que
es neutro, sabe lo que le sobra a cada uno de los ciudadanos y lo que les falta
a otros.
Que sea, pues,
el Estado el que fije lo que a cada uno le sobra y lo que a cada uno de los
ciudadanos les falta.
Y, así, el
donante sabrá que su dinero se emplea en lo más necesario y el que reciba no se
sentirá humillado por recibir, sino
confortado porque ha conseguido lo que se merecía.
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