Como saben los
que lo saben, Inglaterra mandaba en el mundo gracias a la superioridad de su
armada y Londres, que era la base de su flota mercante, era una ciudad rica
pero poco aseada, sobre todo en los aledaños de sus muelles fluviales.
De los barcos
que llegaban solían desembarcar marinos, algunos de los cuales llevaban
zarcillos en sus orejas.
Eran los que se
prestaban a sofocar los ardores venales de los que, a falta de mujeres a bordo,
no les hacían ascos a los rudos marineros, sus compañeros en la mar.
Como la
costumbre suele generar hábito, nada más desembarcar se topaban con un amplio
surtido de ciudadanos embutidos en ropajes llamativos y qur los incitaban con sus
provocativas invitaciones afeminadas.
Eran conocidos
por el nombre de “gay”, que más o menos se podría traducir por vistoso,
elegante o festivo.
Declaraban con
sus ropajes y gestos su condición de afeminados de alquiler, listos a remediar
urgencias o nostalgias de alta mar.
Mariquitas, al
fin y al cabo.
Como de todo lo
inglés se contagian los españoles, sobre todo de lo que sería digno de ser
rechazado, hay un barrio de Madrid que estos días se asemeja a aquellas
callejuelas portuarias de la Londres que era la reina de los mares.
No desembarcan
en los muelles del Manzanares ni, muchos de ellos, tienen que llegar de otros barrios al barrio
que los concentra.
Se limitan a
mostrar con orgullo lo que en su aspecto y sus gustas los diferencia de los que
no son como ellos, quizá para inducirlos a que ingresen en su hermandad.
¿Orgullo?
¿Quién nacido
gordo se enorgullece de ser gordo o de ser alto el que por naturaleza lo es?
Si nacieron
como ahora son los que se declaran orgullosos de ser vistosos, llamativos o
gay, sería como si uno que nació negro se ufanara de seguir siéndolo.
Así que, si
llegar a ser gay es motivo para enorgullecerse debe ser porque nació sin serlo
y lo consiguió gracias a su sacrificio, su tesón y su esfuerzo.
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