Cuando los
almohades, aquellos fanáticos que se hacinaban en los estériles alrededores de
algún morabito del predesierto marroquí tiraron hacia el Norte, iban espoleados
por el hambre pero con el pretexto de regenerar a los degenerados.
Al contrario que
sus correligionarios de ahora, que llegaron para sacudirse el hambre que
padecían en sus países de origen y, una vez en Europa, se han empeñando en que
los nativos se organicen en sociedades como las que de ellos escaparon.
Vinieron para ser
como los europeos hasta que se percataron de que les conviene más que los
europeos sean como ellos son.
Y parece que han
acertado porque se diría que que a los europeos les acomoda más dejarse matar y
quejarse de que los maten que incomodarse en repeler las agresiones hasta que a
los agresores les convenga más regresar a los países de los que llegaron.
Y es que su
degeneración cultural, emanada de la religión en la que se sustenta su
civilización, se basa en devolver bien por mal, en perdonar al que ofende.
Todos los que
viven en Europa son felices porque todos tienen ocasión de llevar a la práctica
sus creencias discrepantes: matar en nombre de su religión los musulmanes y
morir por su religión los cristianos.
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