No es que el
sufrimiento ajeno haga más feliz al que solo sea testigo de sus desgracias.
Pero casi.
Basta ser
adicto a contemplar desde el propio salón climatizado en su confortable sillón
articulado ese ritual que es la vuelta ciclista a Francia.
Cuantas más
fatigas sufran los corredores, más exigentes somos los espectadores.
No es que desde
la cómoda posición de espectadores sintamos como propios los tormentos y
retortijones del corredor en la tambaleante bicicleta.
Es que lo
insultamos por dejarse rebasar por el que lo persiguiera, como si nos hubiera
estafado al renunciar a un triunfo que nos correspondía como espectadores.
Nos habíamos
identificado con su carrera, como si hubiera estado disputándola con el
esfuerzo físico de nuestra simpatía moral.
Esa es la
grandeza, la droga y el veneno de los espectáculos deportivos.
Nos apropiamos
del mérito del triunfo de nuestro equipo y, cuando no gana, culpamos a alguno
de los jugadores porque nos estafó con sus imprecisiones o sus fallos.
Es una
cabronada, pero así es la vida.
El secreto de
una existencia placentera es apropiarse de las satisfacciones del triunfo de
otros y culpar a otros de los fracasos propios.
En definitiva:
buscar y encontrar un culpable de nuestra incapacidad.
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