Desde hace unos años, los
sanfermines han recuperado el trasfondo que, bajo la fiesta tumultuosa del vino
y el riesgo a la cornada mortal de los toros, esconde el tormento del sexo.
El sexo como realidad física de
un amor atormentado por incompleto, o el amor brutal incompleto porque se
limita al sexo sin consentimiento de uno de los amantes.
Fué el amor imposible de
reverdecer entre dos antiguos amantes el drama que sirvió de telón de fondo de
la fiesta que universalizó la novela ·”The sun also rise” (hasta el sol se
levanta), en la que Ernest Hemingway enmarcó la amenaza del toro negro
condicionado para a empitonar a la multitud fugitiva.
El escritor recreaba el
reencuentro en Pamplona de dos antiguos amantes que habían vivido la plenitud
de su amor en Paris, interrumpido por la guerra en la que una herida dejó al
amante incapaz de volver a completar su amor con la cópula.
Por la fiesta que es la Pamplona
de los Sanfermines sobrevuela el ansia por reanudar su amor de años antes, que
las secuelas de la herida imposibilita.
Amor limpio y romántico, amor
casto a la fuerza porque el imposible intercambio de flúidos limita su
exaltación en el momento glorioso de la consumación.
Al amor forzosamente casto entre
un hombre y una mujer que se resignan a aceptar la imposible culminación lo ha
reemplazado el turbio aparejamiento entre el macho en celo y la hembra reacia.
Es un amor mecanizado y sin
liturgia, el impulso animal incontenible y sin preámbulos tan primitivo como el
que empujaba al hombre sobre la hembra cuando todavía ni se había inventado el
cortejo, que ya antecedía a la cópula hasta entre animales.
Amor que no es complicidad
compartida sino tiranía impuesta.
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