Es
evidente que no todos tenemos obligación de no ignorar nada ni necesitamos saberlo todo.
Hasta
servidor, que sabe más que Briján, y no por listo sino por viejo, ignora mucho
más que lo que sabe.
Y
es que no todo el que sepa freír un huevo, pongamos por caso, tiene que saber que
son siete los kilómetros que separan mi pueblo de Peñaflor, un lugar que no se
asienta precisamente sobre la colina pedregosa en la que una flor abre sus
pétalos.
¿Y?
Pues
que los hasta hace nada indómitos españoles se han empeñado en aplicar lo que
llaman procedimientos democráticos para acordar lo que durante toda la vida lo
habían resuelto a guantazos.
“Pero
eso de ahora es mejor que aquello de antes, que era una barbaridad”,
sentenciaría un irredento partidario del enjuague constitucional del 78.
Y
tendría toda la razón porque, si mediante el acuerdo, la prevalencia de la
mayoría democrática sobre las minorías y la aplicación de las leyes no según su
justicia sino según el respaldo mayoritario
que las valide, los problemas de la gente no se resolverán.
Ni
falta que hace.
Porque
el objetivo de la democracia no es satisfacer las necesidades de la gente, sino
garantizar que vale más la opinión de dos tontos que la de un listo.
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