Uno de sus
nietos admitió que su abuelo era dueño de 20.000 hectáreas
de terreno, una superficie equivalente a la del término municipal de mi pueblo,
Palma del Rio.
En aquél verano
de 1936, cuando faltaba un cuarto de siglo para que el regadío sustituyera al
secano como método de cultivo y la prosperidad desplazara a la miseria, el
hambre era la plaga más extendida para el 90 por ciento de la población, que
vivía de lo que le sobraba al 10 por ciento restante.
Y como una
esperanza para los que nada tenían y un castigo para el que tuviera mucho,
llegó la República que nadie sabía lo que sería.
Los más
esperaban que fuera mejor que la Monarquía fugitiva y los menos temían que sería
peor que el régimen extinguido.
Mandaron, en
efecto, los que hasta entonces habían sigo mandados y obedecieron con
reticencias los que habían mandado hasta
entonces.
Y la espesa
mañana de un día de hierro fundido del mes de Julio sucedió lo que los menos
esperaban que llegara y los más temían que ocurriera: el ejército, que a regañadientes
había envainado sus espadas para que la República reemplazara a la Monarquía
volvió a empuñarlas para que España volviera a ser lo que había sido hasta
hacía cinco años.
El pueblo
festejó como de costumbre el triunfo de los más contra los menos: quemó
iglesias, mató a algunos incautos y satisfizo su hambre endémica con las proteínas
que más a su alcance tenían: los toros de lidia que señoreaban las estériles estepas
que cercaban al pueblo, y de las que era dueño el terrateniente por
antonomasia.
Desde Écija
llegó el agraviado seis semanas más tarde, a la cabeza de la columna militar
que, al mando del Comandante Baturone, recuperó sin resistencia las casas del
pueblo, previamente abandonadas por sus efímeros dueños republicanos.
¿Y lo de “las
filas”?
Ni aunque
sobreviviera Palma del Rio a la última de las catástrofes que eliminen el
postrer recuerdo de la Tierra, se olvidará:
Los
reconquistadores militares con el terrateniente como mando efectivo y el
comandante Baturone como su asistente, convocó a todos los varones a la Plaza
del Ayuntamiento, los hizo formar en filas y, uno por uno, fue revisando a los
alistados.
Muy de vez en
cuando hacía señas al soldado a su servicio y el señalado salía de la fila,
incrédulo todavía por haber salvado la vida.
Hoy he sido
convocado por el alcalde de mi pueblo para que asista al acto en el que se
rememorará la tragedia.
No iré. No iré
a ningún acto en el que se reviva, aunque solo sea en el recuerdo, la infamia disfrazada
de justicia del vecino que mata al vecino indefenso.
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