Los que siempre culpan al gobierno de engañar lo acusan ahora de mentir cuando asegura que el dinero adicional para los parados lo sacará subiendo los impuestos a los españoles más ricos.
Dicen que, al aumentar como pretende el gravamen del Impuesto al Valor Añadido (IVA), los pobres pagarán lo mismo que los ricos en términos absolutos, y relativamente más que los adinerados porque les quitarán una parte proporcionalmente mayor de sus escasos recursos económicos.
No quieren enterarse de que, en una democracia como la española, los que gobiernan nunca mienten y saben más que la oposición, son más honrados y más inteligentes.
En ésta ocasión también, se han precipitado los enemigos del gobierno al acusarlo de torpe y mentiroso, sin saber cómo piensa aplicar esa subida del IVA.
El gobierno de España no solo demostrará que es más listo que la oposición nacional, sino que supera en inteligencia a los sabihondos del Banco Central Europeo porque, al aumentar el IVA, devaluará el euro sin que se lo puedan impedir.
El gobierno ya se había percatado de que subir el IVA perjudica más a los pobres que a los ricos, por lo que conjuntó a los más sagaces miembros del ejecutivo y a sus más lúcidos asesores en un grupo de trabajo—lo llaman think tank o brain storming group, que queda más moderno—para que aporte soluciones.
Ya han llegado a la conclusión de que la subida del IVA no puede afectar a los parados (sería como quitarles con el IVA lo que les dan con los subsidios) ni a quien acredite su condición de pobre. Todavía no hay acuerdo sobre la forma de demostrar esa pobreza.
Coinciden en que sería al Ministerio de Igualdad al que correspondería certificar la desigualdad que amerite la no aplicación y sugieren que, si el ministerio no tiene tiempo de emitir los certificados de pobreza que eximan del pago, se acepten como válidos otros documentos:
--Carné de afiliación al partido socialista o comunista, ya que organizaciones que acogen a “los pobres del mundo” no aceptarían a ricos en sus filas.
--Pruebas evidentes de homosexualídad, lesbianismo, drogadicción, reincidencia delictiva, no fumar, ser lector de El Pais o Público, oyente de la SER y/ o espectador de CNN, la sexta, la cuarta y las autonómicas de Andalucía y Cataluña.
El rompepelotas discrepante, que nunca está de acuerdo con nada, se irrita:
--“Oiga, que muchos de esos son ricos, o por lo menos no son pobres”.
El jefe del brain storming group lo tranquiliza;
--“Pero son demócratas y de lo que se trata”—lo ilustra—“es de que el impuesto adicional lo paguen los fascistas”.
domingo, 13 de septiembre de 2009
jueves, 10 de septiembre de 2009
VOTAN A LOS QUE ENVIDIAN
En La Maddalena, población e isla del mismo nombre al norte de Cerdeña, han coincidido dos políticos que, gracias a que sus votantes se ven en ellos cuando se miran al espejo, ganan elecciones.
Silvio Berlusconi, que alardea de ser el mejor primer ministro en los 150 años de historia de Italia, no oculta el secreto de su éxito: “Los italianos”—asegura—“quieren ser como yo”.
José Luis Rodríguez Zapatero, menos franco o más ladino sabe, aunque no lo admita, que lo votan porque encarna la máscara de progresía candorosa tras la que los españoles quisieran ocultar sus depreciados fervores pretéritos.
Zapatero y Berlusconi son políticos de mérito porque, por intuición o cálculo, han sabido conectar con la mayoría de sus conciudadanos.
Pero a ninguno de los dos corresponde la gloria del descubrimiento de esa piedra filosofal que transmuta en seguidores a la masa amorfa de votantes.
Son discípulos de un genio que, además de persuadir a sus conciudadanos para que lo respaldaran, los condujo de desastre en desastre hasta la derrota final en una guerra catastrófica: Benito Musolini.
Dicen que El Duce, cuando uno más de sus aduladores lo ensalzaba por su acierto al crear el fascismo, lo corrigió:
“El fascismo”—cuentan que le dijo—“no lo inventé yo. Lo encontré en los más profundo del alma de los italianos”.
Nemesio Rodríguez, un entrañable amigo y lúcido periodista que durante años fue corresponsal en Roma, me explicó: “ los italianos votan a Berlusconi porque les gustaría ser ricos, influyentes, astutos, tener queridas como él y burlar la ley sin que los metan en la cárcel”.
En el alma italiana de entreguerras había delirios imperiales y, en la de hoy, ansia de drogas, sexo, vacaciones y rock and roll.
En el alma de los españoles actuales, botellón, subsidios, misiones de paz y aborto libre.
Silvio Berlusconi, que alardea de ser el mejor primer ministro en los 150 años de historia de Italia, no oculta el secreto de su éxito: “Los italianos”—asegura—“quieren ser como yo”.
José Luis Rodríguez Zapatero, menos franco o más ladino sabe, aunque no lo admita, que lo votan porque encarna la máscara de progresía candorosa tras la que los españoles quisieran ocultar sus depreciados fervores pretéritos.
Zapatero y Berlusconi son políticos de mérito porque, por intuición o cálculo, han sabido conectar con la mayoría de sus conciudadanos.
Pero a ninguno de los dos corresponde la gloria del descubrimiento de esa piedra filosofal que transmuta en seguidores a la masa amorfa de votantes.
Son discípulos de un genio que, además de persuadir a sus conciudadanos para que lo respaldaran, los condujo de desastre en desastre hasta la derrota final en una guerra catastrófica: Benito Musolini.
Dicen que El Duce, cuando uno más de sus aduladores lo ensalzaba por su acierto al crear el fascismo, lo corrigió:
“El fascismo”—cuentan que le dijo—“no lo inventé yo. Lo encontré en los más profundo del alma de los italianos”.
Nemesio Rodríguez, un entrañable amigo y lúcido periodista que durante años fue corresponsal en Roma, me explicó: “ los italianos votan a Berlusconi porque les gustaría ser ricos, influyentes, astutos, tener queridas como él y burlar la ley sin que los metan en la cárcel”.
En el alma italiana de entreguerras había delirios imperiales y, en la de hoy, ansia de drogas, sexo, vacaciones y rock and roll.
En el alma de los españoles actuales, botellón, subsidios, misiones de paz y aborto libre.
miércoles, 9 de septiembre de 2009
LA MANIA DE MODERNIZAR AFGANISTAN
Por muy sabio que fuera, Sócrates se equivocó al afirmar que el hombre es el mayor de los misterios porque no hay misterio más incomprensible que la manía de los extranjeros de que Afaganistan se modernice.
Un siglo después de que Socrates muriera Alejandro Magno quiso llevar al dominio persa que era entonces Afganistán la cultura griega. Su ejército ocupó la zona, pero no modernizó a los afganos. Lo mismo le pasó después a Gengis Khan.
Budismo, hinduismo y zoroastrismo lo tiñeron de modernidad coyuntural hasta que el islamismo se asentó el año 636 en el país y es, desde entonces, el principal aglutinante de sus 30 millones de habitantes, pertenecientes a dos docenas de etnias distintas y casi siempre enfrentadas.
Hindúes, chinos o rusos han pretendido influir en Afganistán esporádicamente y los ingleses intentaron incorporarlo a la modernidad en una larga y desastrosa guerra. Hasta los alemanes fracasaron cuando el primer ministro Hashim Khan los llamó para equilibrar la influencia que se disputaban rusos e ingleses.
(Uno de los ingenieros de la alemana Organización Todt cuenta que, cuando planteaba la construcción de puentes, los afganos se negaban a obedecerlo y lo hacían de mala gana. Tiempo después, cuando regresó para comprobar el estado de sus obras, descubrió que el cauce de los ríos, modificado cada año según la intensidad del deshielo, discurría lejos de los puentes que había construido).
Además del Islam que practicaban, unía a los afganos la monarquía, que toleraban hasta que el general Mohamed Daud Kan, primo, cuñado y ex primer ministro del rey Mohamed Zahir, lo destronó, dicen que con la aquiescencia del soberano, de vacaciones en Roma.
Daud fue víctima de un sangriento golpe cinco años más tarde y, finalmente, el comunista Babrak Karmal se hizo con el poder,que le disputaban los mujahidines islámicos en una feroz guerra santa.
En la nochebuena de 1979 el ejército soviético acudió en su auxilio e invadió Afganistan.
Diez años después, y tras 14.453 muertos y 53.753 heridos—según datos oficiales—las tropas rusas se retiraron y la derrota aceleró el derrumbe de la Unión Soviética.
La ayuda encubierta de los Estados Unidos a los guerrilleros islámicos fue decisiva para la derrota soviética.
Los integristas musulmanes pagaron la ayuda norteamericana inspirando los atentados de las Torres Gemelas, que los norteamericanos pretextan para la modernización de Afaganistán que capitanean secundados, entre otros paises, por España.
Un siglo después de que Socrates muriera Alejandro Magno quiso llevar al dominio persa que era entonces Afganistán la cultura griega. Su ejército ocupó la zona, pero no modernizó a los afganos. Lo mismo le pasó después a Gengis Khan.
Budismo, hinduismo y zoroastrismo lo tiñeron de modernidad coyuntural hasta que el islamismo se asentó el año 636 en el país y es, desde entonces, el principal aglutinante de sus 30 millones de habitantes, pertenecientes a dos docenas de etnias distintas y casi siempre enfrentadas.
Hindúes, chinos o rusos han pretendido influir en Afganistán esporádicamente y los ingleses intentaron incorporarlo a la modernidad en una larga y desastrosa guerra. Hasta los alemanes fracasaron cuando el primer ministro Hashim Khan los llamó para equilibrar la influencia que se disputaban rusos e ingleses.
(Uno de los ingenieros de la alemana Organización Todt cuenta que, cuando planteaba la construcción de puentes, los afganos se negaban a obedecerlo y lo hacían de mala gana. Tiempo después, cuando regresó para comprobar el estado de sus obras, descubrió que el cauce de los ríos, modificado cada año según la intensidad del deshielo, discurría lejos de los puentes que había construido).
Además del Islam que practicaban, unía a los afganos la monarquía, que toleraban hasta que el general Mohamed Daud Kan, primo, cuñado y ex primer ministro del rey Mohamed Zahir, lo destronó, dicen que con la aquiescencia del soberano, de vacaciones en Roma.
Daud fue víctima de un sangriento golpe cinco años más tarde y, finalmente, el comunista Babrak Karmal se hizo con el poder,que le disputaban los mujahidines islámicos en una feroz guerra santa.
En la nochebuena de 1979 el ejército soviético acudió en su auxilio e invadió Afganistan.
Diez años después, y tras 14.453 muertos y 53.753 heridos—según datos oficiales—las tropas rusas se retiraron y la derrota aceleró el derrumbe de la Unión Soviética.
La ayuda encubierta de los Estados Unidos a los guerrilleros islámicos fue decisiva para la derrota soviética.
Los integristas musulmanes pagaron la ayuda norteamericana inspirando los atentados de las Torres Gemelas, que los norteamericanos pretextan para la modernización de Afaganistán que capitanean secundados, entre otros paises, por España.
martes, 8 de septiembre de 2009
A LA CHUSMA, MANO DURA Y OIDOS SORDOS
Alardea de que “fue la más divertida del año” la noche en que su patulea hirió en Pozuelo de Alarcón a diez policías, provocó 13 incendios, asaltó una comisaría y agredió a 23 incautos. Hay que poner pie en pared.
O nos integramos en la chusma o hacemos que los chusmetas dejen de en paz a los que no lo sean.
No sé si serán los polvos de la permisividad garantista del delincuente los que han traído estos lodos del desamparo de las víctimas, pero lo sospecho.
Cuando en la prehistoria franquista había delincuentes y se castigaba el delito sin perder el tiempo en las musarañas de las causas que los hubieran inducido a la delincuencia, los policías andaban por las calles a cara descubierta y los delincuentes se ocultaban.
La gente que respetaba la ley—la gente de orden, decían despectivamente los progresistas embrionarios—salían de sus casas a cualquier hora del día o de la noche por todas las ciudades y pueblos de España.
Ahora, en este estado de derecho que los progresistas ya talluditos nos han implantado, la gente de orden no puede ni encerrarse en sus casas porque hasta en ellas los cazan los delincuentes cuyos derechos garantiza el Estado de Derecho.
Que nadie se equivoque. Creo firmemente en la libertad de cada uno para exponer sus ideas con la palabra, intentar convencer a los que disientan, manifestar en público su queja o su opinión.
Defiendo con la misma firmeza que quien ejerza esas libertades no limite la del que no quiera secundarlo.
Los límites para la libertad del que no quiera sentirse parte de la masa lo abarcan todo: desde el botellón que rompe la paz de los que prefieren la sobriedad a la embriaguez, a los transeúntes que tienen que alterar su rutina por una manifestación callejera que ni les va ni les viene.
En el término manifestación incluyo la reclamación tumultuaria de reivindicaciones salariales, la protesta por crímenes salvajes, las procesiones religiosas o los desfiles militares.
Que hagan manifestódromos –naturalmente gestionados por empresarios privados que los alquilen, emplazados en lugares cuyo acceso no estorbe al tráfico habitual—y que todo el que quiera (naturalmente previo pago por los organizadores) se manifieste libremente, hasta contra el uso del presente de indicativo.
Pero al que cometa el delito de incomodar al que tiene derecho a que no lo incomoden, que lo pague.
Y para los que saben que los detendrán, los interrogarán, sus papas depositarán una fianza, y un abogado caro los defenderá para que los condenen a dos horas y cuarto de prisión, se recomienda el remedio que tan eficaz era hace años: no maniatar a la policía.
Si a algún agente se le va la mano y el progre inevitable no es capaz de hacer la vista gorda, a las necias palabras de la progresía, el oído sordo de la sensatez.
O nos integramos en la chusma o hacemos que los chusmetas dejen de en paz a los que no lo sean.
No sé si serán los polvos de la permisividad garantista del delincuente los que han traído estos lodos del desamparo de las víctimas, pero lo sospecho.
Cuando en la prehistoria franquista había delincuentes y se castigaba el delito sin perder el tiempo en las musarañas de las causas que los hubieran inducido a la delincuencia, los policías andaban por las calles a cara descubierta y los delincuentes se ocultaban.
La gente que respetaba la ley—la gente de orden, decían despectivamente los progresistas embrionarios—salían de sus casas a cualquier hora del día o de la noche por todas las ciudades y pueblos de España.
Ahora, en este estado de derecho que los progresistas ya talluditos nos han implantado, la gente de orden no puede ni encerrarse en sus casas porque hasta en ellas los cazan los delincuentes cuyos derechos garantiza el Estado de Derecho.
Que nadie se equivoque. Creo firmemente en la libertad de cada uno para exponer sus ideas con la palabra, intentar convencer a los que disientan, manifestar en público su queja o su opinión.
Defiendo con la misma firmeza que quien ejerza esas libertades no limite la del que no quiera secundarlo.
Los límites para la libertad del que no quiera sentirse parte de la masa lo abarcan todo: desde el botellón que rompe la paz de los que prefieren la sobriedad a la embriaguez, a los transeúntes que tienen que alterar su rutina por una manifestación callejera que ni les va ni les viene.
En el término manifestación incluyo la reclamación tumultuaria de reivindicaciones salariales, la protesta por crímenes salvajes, las procesiones religiosas o los desfiles militares.
Que hagan manifestódromos –naturalmente gestionados por empresarios privados que los alquilen, emplazados en lugares cuyo acceso no estorbe al tráfico habitual—y que todo el que quiera (naturalmente previo pago por los organizadores) se manifieste libremente, hasta contra el uso del presente de indicativo.
Pero al que cometa el delito de incomodar al que tiene derecho a que no lo incomoden, que lo pague.
Y para los que saben que los detendrán, los interrogarán, sus papas depositarán una fianza, y un abogado caro los defenderá para que los condenen a dos horas y cuarto de prisión, se recomienda el remedio que tan eficaz era hace años: no maniatar a la policía.
Si a algún agente se le va la mano y el progre inevitable no es capaz de hacer la vista gorda, a las necias palabras de la progresía, el oído sordo de la sensatez.
lunes, 7 de septiembre de 2009
PACTAR POR PACTAR, UN TIMO
En el acto litúrgico de Rodiezmo y rodeado de concelebrantes con el ritual pañuelo rojo al cuello, el demagogo José Luis Rodríguez Zapatero entusiasmó a sus devotos cuando responsabilizó a la oposición de los fracasos de su gobierno.
El Presidente del Gobierno sabía que emplazar al Partido Popular a que, “por una vez” acepte un pacto de estado sobre energía y educación era solo un recurso dialéctico para neutralizar a la oposición.
No debería ignorar Zapatero que es al gobierno al que corresponde la iniciativa de proponer iniciativas articuladas y negociar su aprobación en el Parlamento.
También sabe que proponer un pacto sobre energía y educación, en abstracto, es tanto como pedirle a quien no haya visto un cuadro que lo declare bello porque su interlocutor diga que le ha gustado.
A la oposición le incumbe fiscalizar al gobierno, sugerir alternativas y vigilar el cumplimiento del pacto al que se llegue tras conciliar medidas discrepantes. Si la oposición accediera a pactos cuyo alcance ignora se sometería al gobierno y dejaría de ser oposición.
¿Qué debería hacer el Presidente del Gobierno de España si, de verdad, quisiera pactar con la oposición?
Ante todo, presentar un texto escrito que contenga las medidas concretas que propone, encomendar a su grupo parlamentario que las concilie con las que, sobre el mismo asunto defienda la oposición y, tras una negociación en la que ambas partes acuerden un texto comúnmente aceptable, lograr su aprobación.
Hasta que el Presidente del Gobierno demuestre su buena fe al proponer un pacto sobre un texto concreto y no sobre vaguedades abstractas, la oposición no debería ni molestarse en contestarle.
Pero el Partido Popular debería replicar a la propuesta de Zapatero, aunque no es al presidente del Gobierno al que debe dirigirse, sino a los votantes.
Además de que le conviene, el Partido Popular tiene la obligación cívica de ilustrar a los ciudadanos y alertarlos sobre la trampa política que volvió a tenderles Zapatero en Rodiezmo y desenmascarar su pretendida oferta de pacto sin concretar lo que quiere pactar.
Los pactos que Zapatero pide, y la forma en que los exige, son teatrales brindis al sol, que solo buscan el aplauso gratuito de los aficionados de los tendidos de la solanera, antes de citar al toro con la muleta para empezar la faena.
El Presidente del Gobierno sabía que emplazar al Partido Popular a que, “por una vez” acepte un pacto de estado sobre energía y educación era solo un recurso dialéctico para neutralizar a la oposición.
No debería ignorar Zapatero que es al gobierno al que corresponde la iniciativa de proponer iniciativas articuladas y negociar su aprobación en el Parlamento.
También sabe que proponer un pacto sobre energía y educación, en abstracto, es tanto como pedirle a quien no haya visto un cuadro que lo declare bello porque su interlocutor diga que le ha gustado.
A la oposición le incumbe fiscalizar al gobierno, sugerir alternativas y vigilar el cumplimiento del pacto al que se llegue tras conciliar medidas discrepantes. Si la oposición accediera a pactos cuyo alcance ignora se sometería al gobierno y dejaría de ser oposición.
¿Qué debería hacer el Presidente del Gobierno de España si, de verdad, quisiera pactar con la oposición?
Ante todo, presentar un texto escrito que contenga las medidas concretas que propone, encomendar a su grupo parlamentario que las concilie con las que, sobre el mismo asunto defienda la oposición y, tras una negociación en la que ambas partes acuerden un texto comúnmente aceptable, lograr su aprobación.
Hasta que el Presidente del Gobierno demuestre su buena fe al proponer un pacto sobre un texto concreto y no sobre vaguedades abstractas, la oposición no debería ni molestarse en contestarle.
Pero el Partido Popular debería replicar a la propuesta de Zapatero, aunque no es al presidente del Gobierno al que debe dirigirse, sino a los votantes.
Además de que le conviene, el Partido Popular tiene la obligación cívica de ilustrar a los ciudadanos y alertarlos sobre la trampa política que volvió a tenderles Zapatero en Rodiezmo y desenmascarar su pretendida oferta de pacto sin concretar lo que quiere pactar.
Los pactos que Zapatero pide, y la forma en que los exige, son teatrales brindis al sol, que solo buscan el aplauso gratuito de los aficionados de los tendidos de la solanera, antes de citar al toro con la muleta para empezar la faena.
domingo, 6 de septiembre de 2009
ZAPATERO, GEMIO, ALHAKEN
La empalagosa conversación del hombre y la mujer que se arrullaban en la radio sugería que se habían abismado en un idilio galante, preludio de la inevitable conjunción de sus cuerpos y culminación de la complicidad de sus almas.
Más que la entrevista de la presentadora de un programa de radio al presidente del gobierno para que oyentes ávidos encontraran respuesta a sus tribulaciones, parecía el secreteo cómplice de dos enamorados en los prolegómenos de la intimidad acuciantemente deseada.
Hablaban de lo que les debería interesar a todos, pero el arrullo de sus palabras sonaba al de amantes fogosos que hubieran olvidado cerrar el micrófono, traicionados su impaciencia.
Lo que los oyentes de Onda Cero escucharon la plácida mañana del sábado cinco de Septiembre, en la que las otras emisoras decían que el gobierno incrementará la capacidad de fuego de los militares españoles en Afganistán enviando más soldados, era una entrevista de Isabel Gemio a José Luis Rodriguez Zapatero.
Los que oyeron la entrevista al político se quedaron sin saber por qué el mismo hombre que retiró de Irak a españoles que los irakíes atacaban como a invasores,quiere mandar a Afganistán más soldados para que los afganos los tiroteen por haberlos invadido.
No habría hecho falta entrevistadora si Onda Cero hubiera querido que sus oyentes escucharan lo que en sus receptores captaron porque se asemejaba al recitado de las preguntas rituales del catecismo Ripalda, con las respuestas previamente establecidas para esas preguntas.
La Gemio consultaba obsequiosamente a Zapatero y el presidente del gobierno, como alumno aplicado, repetía todo lo que ha hecho y amenaza hacer para que España remonte como un cóndor los efectos de la crisis económica, que se empeña en perpetuarse.
Hubo, sin embargo, un punto en que se rompió la cantinela del monótono guión: fue cuando Rodríguez Zapatero, pavoneándose de la Ley de Dependencia que su gobierno hizo aprobar, ilustró una de las carencias que los españoles padecían antes de que lo hicieran presidente:
--“Cuando llegué a La Moncloa”—reveló—“no había rampas de acceso para minusválidos”.
--“No me lo puedo creer”—se escandalizó justamente indignada la Gemio—“no me diga que en La Moncloa no había rampas”.
Las rampas de La Moncloa son, para Zapatero, lo que para los mordaces cordobeses del califato representó “la añadidura de Al Haken II”, el indolente, culto y sodomita heredero de Abderraman III, que añadió un agujero a la jabeba, la flauta morisca,como aportación personal al espelndor del imperio que forjó su padre.
Más que la entrevista de la presentadora de un programa de radio al presidente del gobierno para que oyentes ávidos encontraran respuesta a sus tribulaciones, parecía el secreteo cómplice de dos enamorados en los prolegómenos de la intimidad acuciantemente deseada.
Hablaban de lo que les debería interesar a todos, pero el arrullo de sus palabras sonaba al de amantes fogosos que hubieran olvidado cerrar el micrófono, traicionados su impaciencia.
Lo que los oyentes de Onda Cero escucharon la plácida mañana del sábado cinco de Septiembre, en la que las otras emisoras decían que el gobierno incrementará la capacidad de fuego de los militares españoles en Afganistán enviando más soldados, era una entrevista de Isabel Gemio a José Luis Rodriguez Zapatero.
Los que oyeron la entrevista al político se quedaron sin saber por qué el mismo hombre que retiró de Irak a españoles que los irakíes atacaban como a invasores,quiere mandar a Afganistán más soldados para que los afganos los tiroteen por haberlos invadido.
No habría hecho falta entrevistadora si Onda Cero hubiera querido que sus oyentes escucharan lo que en sus receptores captaron porque se asemejaba al recitado de las preguntas rituales del catecismo Ripalda, con las respuestas previamente establecidas para esas preguntas.
La Gemio consultaba obsequiosamente a Zapatero y el presidente del gobierno, como alumno aplicado, repetía todo lo que ha hecho y amenaza hacer para que España remonte como un cóndor los efectos de la crisis económica, que se empeña en perpetuarse.
Hubo, sin embargo, un punto en que se rompió la cantinela del monótono guión: fue cuando Rodríguez Zapatero, pavoneándose de la Ley de Dependencia que su gobierno hizo aprobar, ilustró una de las carencias que los españoles padecían antes de que lo hicieran presidente:
--“Cuando llegué a La Moncloa”—reveló—“no había rampas de acceso para minusválidos”.
--“No me lo puedo creer”—se escandalizó justamente indignada la Gemio—“no me diga que en La Moncloa no había rampas”.
Las rampas de La Moncloa son, para Zapatero, lo que para los mordaces cordobeses del califato representó “la añadidura de Al Haken II”, el indolente, culto y sodomita heredero de Abderraman III, que añadió un agujero a la jabeba, la flauta morisca,como aportación personal al espelndor del imperio que forjó su padre.
jueves, 3 de septiembre de 2009
PRICIPE DE ASTURIAS A UN DEPORTE ESPAÑOL
El Premio Príncipe de Asturias del Deporte se le ha concedido a una modalidad racialmente española, después de recompensar año tras año a deportistas que lo ganaron por su habilidad en tenis, baloncesto, golf y otros inventos anglosajones.
Ya era hora porque, por muy rusa que sea Yelena Isinbayeba—que afortunadamente en nada se parece a los rusos torvos y malencarados que retrataba la propaganda franquista—su galardón lo ha obtenido por sublimar una práctica tradicional española.
El salto con pértiga, la modalidad deportiva que le ha valido el Príncipe de Asturias a la apetitosa rusa, se dice que lo practicó por primera vez en circunstancias extremas un conquistador español al que los aztecas, por su melena bermeja, apodaron Tonathiu, el dios Sol.
Hay dudas sobre esa proeza, que Francisco López de Gómara, en su historia de la conquista de México,atribuye a Alvarado. Pero López de Gómara ni siquiera estuvo en las Indias.
Por rumores de terceros o por afán laudatorio, dice que el Tonathiu conquistador, cuando en la noche triste huía hacia Tacuba de los aztecas que acosaban a los españoles, salvó un canal haciendo palanca con su lanza y conservó la vida.
Bernal Díaz del Castillo, que sí participó en la conquista de México y que escapó de la ira vengativa de los aztecas, desmiente esa hazaña de Alvarado en su “Verdadera Historia de la conquista de la Nueva España” y Hernán Cortes no la menciona en sus “Cartas de Relación”.
Como son dos testimonios de testigos presenciales contra el de uno que no estaba allí, es justo descartar a Pedro de Alvarado como inventos del salto con pértiga.
Pero sobran pruebas documentales de que el salto de la garrocha, como debería conocerse en español lo que con tanto garbo hace la Isinbayeba, es patrimonio de la imaginación, el arrojo y la destreza de un pueblo elegido por Dios: el pueblo español.
Hasta finales del siglo diecinueve era suerte ejecutada con asiduidad y aplaudida con entusiasmo nada menos que en los espectáculos taurinos, el rito definitorio de lo español.
Fue el matador de toros José Luis Chicorro un ilustre antecesor de la deportista rusa que, haciendo palanca con su pértiga apoyada en el ruedo, salvaba con galanura no el listón, sino las amenazantes astas de los toros a los que se enfrentaba.
Manuel Lagares y Hermengildo Ruiz “Chaval”, colegas de Chicorro, sufrieron cornadas graves al ejecutar el salto de la garrocha y Don Francisco de Goya y Lucientes inmortalizó en uno de sus aguafuertes a Juan Apañani, en el momento en que burlaba la embestida del toro apoyándose en su pértiga.
Ya era hora porque, por muy rusa que sea Yelena Isinbayeba—que afortunadamente en nada se parece a los rusos torvos y malencarados que retrataba la propaganda franquista—su galardón lo ha obtenido por sublimar una práctica tradicional española.
El salto con pértiga, la modalidad deportiva que le ha valido el Príncipe de Asturias a la apetitosa rusa, se dice que lo practicó por primera vez en circunstancias extremas un conquistador español al que los aztecas, por su melena bermeja, apodaron Tonathiu, el dios Sol.
Hay dudas sobre esa proeza, que Francisco López de Gómara, en su historia de la conquista de México,atribuye a Alvarado. Pero López de Gómara ni siquiera estuvo en las Indias.
Por rumores de terceros o por afán laudatorio, dice que el Tonathiu conquistador, cuando en la noche triste huía hacia Tacuba de los aztecas que acosaban a los españoles, salvó un canal haciendo palanca con su lanza y conservó la vida.
Bernal Díaz del Castillo, que sí participó en la conquista de México y que escapó de la ira vengativa de los aztecas, desmiente esa hazaña de Alvarado en su “Verdadera Historia de la conquista de la Nueva España” y Hernán Cortes no la menciona en sus “Cartas de Relación”.
Como son dos testimonios de testigos presenciales contra el de uno que no estaba allí, es justo descartar a Pedro de Alvarado como inventos del salto con pértiga.
Pero sobran pruebas documentales de que el salto de la garrocha, como debería conocerse en español lo que con tanto garbo hace la Isinbayeba, es patrimonio de la imaginación, el arrojo y la destreza de un pueblo elegido por Dios: el pueblo español.
Hasta finales del siglo diecinueve era suerte ejecutada con asiduidad y aplaudida con entusiasmo nada menos que en los espectáculos taurinos, el rito definitorio de lo español.
Fue el matador de toros José Luis Chicorro un ilustre antecesor de la deportista rusa que, haciendo palanca con su pértiga apoyada en el ruedo, salvaba con galanura no el listón, sino las amenazantes astas de los toros a los que se enfrentaba.
Manuel Lagares y Hermengildo Ruiz “Chaval”, colegas de Chicorro, sufrieron cornadas graves al ejecutar el salto de la garrocha y Don Francisco de Goya y Lucientes inmortalizó en uno de sus aguafuertes a Juan Apañani, en el momento en que burlaba la embestida del toro apoyándose en su pértiga.
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