En estos días de vacaciones estivales se escucha en la festiva España la letra sincopada de las canciones de “Infinity” y se tararean las de Carlos Baute, que trasladan a los veraneantes a mundos que nada tienen que ver con el que dejaron atrás, al escapar de la obsesión de la crisis.
Pero esas melodías de tiempos de desenfado presagian el patético fatalismo de los ocho músicos de la Wallace Hartley Band, al ejecutar “Nearer, my God, to Thee” (Más cerca, Dios mío, de Ti), que el hundimiento del Titanic les impidió terminar.
Edward John Smith, capitán del Titanic, pasó a la historia tras el naufragio de su barco, como lo hará José Luis Rodríguez Zapatero si la economía española se va a pique por el desastre económico en que zozobra desde hace año y medio.
El capitán Smith tenía su chivo expiatorio en Bruce Ismail, presidente de la compañía propietaria del barco, que no le permitió reducir la velocidad del Titanic para que pudiera sortear los icebergs que, según avisos, se cruzarían en su ruta.
Desde el día 13 y hasta que a las 23,45 del 14 de abril de 1912 chocó con el iceberg que hundió al Titanic, el capitán Smith recibió e ignoró dos docenas de advertencias sobre el peligro que lo amenazaba.
Eminentes expertos en economía, prestigiosos gabinetes de estudio de organismos nacionales y extranjeros, y tanto sus adversarios como los correligionarios políticos que se atreven, llevan más de año y medio aconsejando a Zapatero que cambie la política económica de su gobierno.
El presidente del gobierno español hace tanto caso de esas advertencias como hizo el capitán del Titanic con los que le enviaron sobre el peligro de los icebergs.
El comandante del Titanic, al menos, intentó reducir la velocidad de su barco pero se lo impidió el armador, ansioso por establecer un record en la travesía marítima del Atlántico.
El choque dejó en evidencia que el Titanic no era insumergible. La tozudez de Zapatero, si sigue ignorando las advertencias de inminente peligro de hundimiento de la economía española, desmentirá sus pronósticos de bienestar ilimitado.
¿Hay algún Bruce Ismail que, como el armador del Titanic le impidió al capitán Smith reducir la velocidad de su barco, prohíba a Zapatero cambiar la política de su gobierno?
Si lo hubiera, culpa suya sería permitírselo. Si el presidente del gobierno es el único responsable, a este barco que se llama España le vendría bien un navegante más experto que evite la catástrofe, antes de que las olas silencien la música de la Wallace Hartley Band.
domingo, 2 de agosto de 2009
martes, 14 de julio de 2009
ESPAÑA Y CATALUÑA: ASUNTO DE FAMILIA
Es posible que los ciudadanos de Cataluña, además de catalanes, se consideren también españoles pero no es lo que se deduce de lo que dicen la mayor parte de sus representantes políticos.
Salvo quince, --los del Partido Popular y el de Ciudadanos—los 135 diputados del parlamento catalán siguen al pié de la letra el camino trazado por las direcciones de sus partidos, hacia la meta de la independencia.
Si están interpretando fielmente los anhelos de sus votantes, es evidente que la mayor parte de los catalanes no quieren ser españoles, aunque seguir asociados a España los beneficie.
Pero ese inestable equilibrio de intereses, materiales por parte del que pone precio para conservar la unión, y sentimentales por parte del que paga para no romperla, fatalmente conducirá a una decisión definitiva que convenga sin reservas a las dos partes.
Será cuando los catalanes abandonen su ambigua doble lealtad y opten por una de ellas: no que renuncien a ser catalanes, sino que admitan claramente que, además de catalanes, son españoles.
También los ciudadanos del resto de España tendrán que decidir si les conviene una Cataluña reacia a proclamar su pertenencia a la familia, que exige negociar directa e individualmente su contribución al bienestar familiar, y no como uno más de sus miembros.
Los ejemplos de hijos díscolos son perjudiciales y contagiosos para la armonía de las familias y de las naciones. Puede que, aunque duela, sea mejor que se vaya a vivir por su cuenta el descontento por vivir bajo el mismo techo, en lugar de ceder permanentemente a sus exigencias.
Si el ideal de convivencia de los pueblos es la familia, conviene aceptar que no se puede integrar en la familia a quien no se sienta parte de ella.
Salvo quince, --los del Partido Popular y el de Ciudadanos—los 135 diputados del parlamento catalán siguen al pié de la letra el camino trazado por las direcciones de sus partidos, hacia la meta de la independencia.
Si están interpretando fielmente los anhelos de sus votantes, es evidente que la mayor parte de los catalanes no quieren ser españoles, aunque seguir asociados a España los beneficie.
Pero ese inestable equilibrio de intereses, materiales por parte del que pone precio para conservar la unión, y sentimentales por parte del que paga para no romperla, fatalmente conducirá a una decisión definitiva que convenga sin reservas a las dos partes.
Será cuando los catalanes abandonen su ambigua doble lealtad y opten por una de ellas: no que renuncien a ser catalanes, sino que admitan claramente que, además de catalanes, son españoles.
También los ciudadanos del resto de España tendrán que decidir si les conviene una Cataluña reacia a proclamar su pertenencia a la familia, que exige negociar directa e individualmente su contribución al bienestar familiar, y no como uno más de sus miembros.
Los ejemplos de hijos díscolos son perjudiciales y contagiosos para la armonía de las familias y de las naciones. Puede que, aunque duela, sea mejor que se vaya a vivir por su cuenta el descontento por vivir bajo el mismo techo, en lugar de ceder permanentemente a sus exigencias.
Si el ideal de convivencia de los pueblos es la familia, conviene aceptar que no se puede integrar en la familia a quien no se sienta parte de ella.
lunes, 13 de julio de 2009
SUBSIDIO AL HEROISMO DE VIVIR EN CORDOBA
En éstos tiempos en los que el gobierno le llena el cazo a Cataluña, Valencia o Madrid , mi austera, resignada y señorial Córdoba soporta con estoicismo senecano las adversidades de su destino, sufre en silencio la fatalidad de sus penurias y se queda sin recibir ni un euro extra en el reparto de caudales públicos.
Le sobran razones a Córdoba para que, en éste sistema de supuestos agravios subsidiados, pueda reivindicar compensaciones dinerarias por injusticias pasadas que hacen particularmente gravosa la vida de sus ciudadanos.
¿Quién compensa la arbitrariedad de Javier de Burgos cuando, como secretario de estado de fomento de Cea Bermúdez acometió en 1833 la reforma administrativa que todavía pervive y dejó a la Provincia de Córdoba sin costa?
Al carecer de litoral marino, Córdoba se ve privada de los subsidios al sector pesquero y al de construcción naval al que tendría derecho si tuviera costa.
Cataluña, Madrid y Valencia reclaman y obtienen aumento en sus asignaciones estatales por un incremento coyuntural de su población, lo que Córdoba tiene difícil.
¿Quién, que no haya llegado aquí al nacer y sin que le pidan su aquiescencia, va a venir a vivir por capricho a una tierra en la que la temperatura se acerca en verano a los cincuenta grados y desciende a la media docena por debajo de cero en invierno?
Si se premia vivir más apretados a los de Cataluña, Madrid o Valencia, ¿por qué no se subsidia a los que viven heroicamente en el clima adverso de Córdoba?
Los gobernantes verán, pero si no le ponen remedio a esto y estimulan con un trato de favor fiscal o mediante subsidios directos a los que mantenemos en alto el pabellón de la patria en esta tierra de superhombres que es Córdoba, a la vuelta de unos siglos esto será un erial.
Le sobran razones a Córdoba para que, en éste sistema de supuestos agravios subsidiados, pueda reivindicar compensaciones dinerarias por injusticias pasadas que hacen particularmente gravosa la vida de sus ciudadanos.
¿Quién compensa la arbitrariedad de Javier de Burgos cuando, como secretario de estado de fomento de Cea Bermúdez acometió en 1833 la reforma administrativa que todavía pervive y dejó a la Provincia de Córdoba sin costa?
Al carecer de litoral marino, Córdoba se ve privada de los subsidios al sector pesquero y al de construcción naval al que tendría derecho si tuviera costa.
Cataluña, Madrid y Valencia reclaman y obtienen aumento en sus asignaciones estatales por un incremento coyuntural de su población, lo que Córdoba tiene difícil.
¿Quién, que no haya llegado aquí al nacer y sin que le pidan su aquiescencia, va a venir a vivir por capricho a una tierra en la que la temperatura se acerca en verano a los cincuenta grados y desciende a la media docena por debajo de cero en invierno?
Si se premia vivir más apretados a los de Cataluña, Madrid o Valencia, ¿por qué no se subsidia a los que viven heroicamente en el clima adverso de Córdoba?
Los gobernantes verán, pero si no le ponen remedio a esto y estimulan con un trato de favor fiscal o mediante subsidios directos a los que mantenemos en alto el pabellón de la patria en esta tierra de superhombres que es Córdoba, a la vuelta de unos siglos esto será un erial.
jueves, 9 de julio de 2009
LOS LIMITES DEL PERIODISTA
Los límites de la actividad periodística son tan difusos que la definición más ampliamente aceptada de periodista es la que lo compara con el notario, cuyas funciones están mejor estructuradas y reglamentadas.
Se dice, pues, que el periodista es un notario de la actualidad y, como tal, se supone que debe dejar constancia de hechos fehacientes que presencie o le consten.
Si un notario sazonara los hechos que refleje su acta con sus opiniones personales, su particular interpretación de gestos, o asumiera como verdad la opinión expresada por otro, sería un mal profesional.
Lo mismo podría decirse del periodista que distorsione la información adobándola con su opinión, o matizandola por su simpatía o ideología personales.
No todo el que escribe en un periódico o interviene en radio o televisión es, pues, periodista.
El periodista debe procurar activamente que sus simpatías no influyan en el relato de los hechos que narre.
¿No tiene derecho el periodista a opinar y a difundir su opinión? Tanta como cualquier ciudadano, pero ese derecho a la opinión no se lo da su oficio de periodista, sino su cualidad de ciudadano.
El periodista que camufla su opinión tras la máscara de la información es lo más parecido al bandolero que se emboza para ocultar su identidad. En el momento en que opine, deja de ser periodista para convertirse en predicador laico, en agitador político o en apóstol social.
Todas esas vocaciones tienen nobleza, si se ejercen a cara descubierta, porque la información debe ser imparcial, objetiva, neutra y aséptica para que sea creíble.
Informar sin que las simpatías del informador trasciendan a la información es una tarea melindrosa y, por eso, el informador ocupa el escalafón mas elevado en la profesión periodística.
Si eso es así, ¿por qué hay tantos periodistas que opinan? La primera razón es porque el periodista puro degenera hasta transmutarse en comentarista.
El comentarista no tiene que ser testigo de lo que relate, comprobar la veracidad de los datos de su informante, ni contrastarlos con datos de informantes opuestos.
Al contrario que el informador, no tiene que cuidar la redacción de sus textos para que no traduzcan sus afinidades personales con alguna de las partes enfrentadas en los hechos que relate.
El poder, además, seduce con sus tentaciones al comentarista de nombre conocido, e ignora al informador anónimo, cuya firma no suele encabezar su información.
Es más provechoso social y económicamente ser comentarista conocido que informador anónimo.
En los textos del informador, lo que relata tiene más importancia que el estilo del relato, y el buen dominio del lenguaje es la única herramienta para hacerlo ameno.
En el comentarista es más determinante la forma que el fondo y puede utilizar la ironía, el sarcasmo o la mordacidad como recursos de amenidad.
Comentarista puede ser cualquiera. Periodista, solamente el que renuncie a utilizar su oficio como púlpito privilegiado.
Se dice, pues, que el periodista es un notario de la actualidad y, como tal, se supone que debe dejar constancia de hechos fehacientes que presencie o le consten.
Si un notario sazonara los hechos que refleje su acta con sus opiniones personales, su particular interpretación de gestos, o asumiera como verdad la opinión expresada por otro, sería un mal profesional.
Lo mismo podría decirse del periodista que distorsione la información adobándola con su opinión, o matizandola por su simpatía o ideología personales.
No todo el que escribe en un periódico o interviene en radio o televisión es, pues, periodista.
El periodista debe procurar activamente que sus simpatías no influyan en el relato de los hechos que narre.
¿No tiene derecho el periodista a opinar y a difundir su opinión? Tanta como cualquier ciudadano, pero ese derecho a la opinión no se lo da su oficio de periodista, sino su cualidad de ciudadano.
El periodista que camufla su opinión tras la máscara de la información es lo más parecido al bandolero que se emboza para ocultar su identidad. En el momento en que opine, deja de ser periodista para convertirse en predicador laico, en agitador político o en apóstol social.
Todas esas vocaciones tienen nobleza, si se ejercen a cara descubierta, porque la información debe ser imparcial, objetiva, neutra y aséptica para que sea creíble.
Informar sin que las simpatías del informador trasciendan a la información es una tarea melindrosa y, por eso, el informador ocupa el escalafón mas elevado en la profesión periodística.
Si eso es así, ¿por qué hay tantos periodistas que opinan? La primera razón es porque el periodista puro degenera hasta transmutarse en comentarista.
El comentarista no tiene que ser testigo de lo que relate, comprobar la veracidad de los datos de su informante, ni contrastarlos con datos de informantes opuestos.
Al contrario que el informador, no tiene que cuidar la redacción de sus textos para que no traduzcan sus afinidades personales con alguna de las partes enfrentadas en los hechos que relate.
El poder, además, seduce con sus tentaciones al comentarista de nombre conocido, e ignora al informador anónimo, cuya firma no suele encabezar su información.
Es más provechoso social y económicamente ser comentarista conocido que informador anónimo.
En los textos del informador, lo que relata tiene más importancia que el estilo del relato, y el buen dominio del lenguaje es la única herramienta para hacerlo ameno.
En el comentarista es más determinante la forma que el fondo y puede utilizar la ironía, el sarcasmo o la mordacidad como recursos de amenidad.
Comentarista puede ser cualquiera. Periodista, solamente el que renuncie a utilizar su oficio como púlpito privilegiado.
miércoles, 8 de julio de 2009
LOS EXTRANJEROS ENVIDIAN A ESPAÑA
Si alguien dudaba de que no nos pueden ver y de que nos ningunean por envidia, que estudie la fotografía que evidencia el contubernio internacional contra España: El retrato en el que Obama y la Merkel le hacen empalagosas carantoñas a Nicolas Sarkozy.
¿Es que José Luis Rodríguez Zapatero es menos que el Presidente de Francia? Será para esos extranjeros insensatos e insensibles, porque una española racial, ecuánime y cosmopolita como Leire Pajín lo conceptúa como líder mundial.
Si nadie duda de la jerarquía de tan indiscutido prohombre, ¿por qué le rindan pleitesía a otro de menor rango intelectual, moral y político?
Está claro: el desmesurado halago al Presidente de Francia escondía la mezquina intención de regatear a la España de José Luis Rodriguez su supremacía moral, económica y política, galanteando a su vecino Sarkozy, que no pasa de alumno aventajado del español.
No era, pues, al eminente ciudadano José Luis Rodríguez Zapatero al que los tres políticos pretendían agraviar, sino a España, en la persona de su Presidente del Gobierno.
El pretendido agasajado y los descarados aduladores son cómplices en la afrenta y cada uno de ellos por razones particulares:
Obama está molesto porque Zapatero declina todas las invitaciones que insistentemente le formula el presidente norteamericano para que se entrevisten a solas.
Sarkozy sigue escocido por el propósito anunciado por el Presidente del Gobierno Español de conseguir que la economía española sobrepase a la francesa.
La inquina de Merkel es comprensible: todavía no ha digerido la derrota de la selección de Alemania, de robustos jugadores arios nórdicos, frente a los escuálidos y renegridos españoles, que le arrebataron la Copa de Europa.
Obama, además, nos envidia el tren de alta velocidad, la genial intuición del gobernante español al adelantársele en proponer la Alianza de Civilizaciones y su celo superior en la defensa de la concordia mundial.
La Merkel no perdona que los bares españoles sirvan la cerveza con tapas, y no a palo seco como en su país y Sarkozy ya desespera de conseguir su sueño de lidiar seis de Tulio en la Maestranza.
Hay que ser comprensivos y disculpar a Obama, Sarkozy y la Merkel porque, bien mirado, les sobran razones de resentimiento.
Pero que lo paguen con España y no con Zapatero, que ocupa la Presidencia del Gobierno por una cadena de caprichos del Destino, de la que es el más sorprendido.
¿Es que José Luis Rodríguez Zapatero es menos que el Presidente de Francia? Será para esos extranjeros insensatos e insensibles, porque una española racial, ecuánime y cosmopolita como Leire Pajín lo conceptúa como líder mundial.
Si nadie duda de la jerarquía de tan indiscutido prohombre, ¿por qué le rindan pleitesía a otro de menor rango intelectual, moral y político?
Está claro: el desmesurado halago al Presidente de Francia escondía la mezquina intención de regatear a la España de José Luis Rodriguez su supremacía moral, económica y política, galanteando a su vecino Sarkozy, que no pasa de alumno aventajado del español.
No era, pues, al eminente ciudadano José Luis Rodríguez Zapatero al que los tres políticos pretendían agraviar, sino a España, en la persona de su Presidente del Gobierno.
El pretendido agasajado y los descarados aduladores son cómplices en la afrenta y cada uno de ellos por razones particulares:
Obama está molesto porque Zapatero declina todas las invitaciones que insistentemente le formula el presidente norteamericano para que se entrevisten a solas.
Sarkozy sigue escocido por el propósito anunciado por el Presidente del Gobierno Español de conseguir que la economía española sobrepase a la francesa.
La inquina de Merkel es comprensible: todavía no ha digerido la derrota de la selección de Alemania, de robustos jugadores arios nórdicos, frente a los escuálidos y renegridos españoles, que le arrebataron la Copa de Europa.
Obama, además, nos envidia el tren de alta velocidad, la genial intuición del gobernante español al adelantársele en proponer la Alianza de Civilizaciones y su celo superior en la defensa de la concordia mundial.
La Merkel no perdona que los bares españoles sirvan la cerveza con tapas, y no a palo seco como en su país y Sarkozy ya desespera de conseguir su sueño de lidiar seis de Tulio en la Maestranza.
Hay que ser comprensivos y disculpar a Obama, Sarkozy y la Merkel porque, bien mirado, les sobran razones de resentimiento.
Pero que lo paguen con España y no con Zapatero, que ocupa la Presidencia del Gobierno por una cadena de caprichos del Destino, de la que es el más sorprendido.
lunes, 6 de julio de 2009
LOS RESIDUOS DE LA FALANGE
En vísperas de que se cumplan 73 años de la sublevación militar de Franco que originó su Estado Nacional Sindicalista es inevitable la evocación del suceso y la meditación sobre los residuos de su herencia.
De la Dictadora a la Democracia, los cambios más evidentes se han operado en la forma de la Jefatura del Estado, representación en las cortes, elección de gobiernos, organización administrativa del estado, libertad sindical e implantación del sufragio universal.
Por su envuelta exterior, el Estado actual parece radicalmente diferente del que el Caudillo, con metódica minuciosidad, forjó a voluntad.
¿No queda entonces ningún vestigio del nacionalsindicalismo de Franco? ¿Se han esfumado los ideales falangistas que Franco adoptó como fundamento filosófico de su Estado?
Una somera reflexión lleva a una conclusión ambigua: la pretensión falangista de forjar una sociedad nueva pervive en unos casos y, en otros, ha fracasado.
Proclamaba la Falange que el hombre es portador de valores eternos, y el español contemporáneo demuestra día a día que sigue convencido de esa verdad.
Basta observar la solemne circunspección con que encaran la vida pública, particularmente en lo que atañe al debate político.
Los que no se revisten de pontifical para encadenar solemnes juicios trascendentales cuando hablan hasta de las ocurrencias más chuscas de los políticos son, para quien los escuche o lea, ciudadanos frívolos o chisgarabís poco de fiar.
Hay palabras sacramentales (democracia, estado de derecho, justicia social, igualdad, responsabilidad social) que hay que pronunciar con la mitra calada o con el fajín de estado mayor bien ceñido.
Si pudiera escucharlos, José Antonio Primo de Rivera se sentiría orgulloso de la gravedad del tono de sus compatriotas al hablar de política, fruto de su convencimiento de que son portadores de valores eternos.
Un residuo de la doctrina falangista, pues, plenamente vigente.
Pero, ¿y el proyecto de transformar este país adusto y hosco en una España faldicorta?
En eso, el propósito de Primo de Rivera ha sido un fracaso notorio.
Como prueba, la actitud de los españoles contemporáneos ante el Forrest Gump que gobierna: en lugar de celebrar la habilidad de su razonamiento, que le permite condensar en una misma frase tesis y antítesis, lo critican por sus contradicciones.
O su incongruencia al pretender hacer de este país crónicamente belicoso un adalid de la alianza imposible de civilizaciones, propugnar en Honduras la concordia fomentando la discordia o proponer solución a los problemas extranjeros mientras encona los nacionales.
Y los habitantes de la España faldicorta que Primo de Rivera proponía se siguen tomando en serio al que los gobierna.
De la Dictadora a la Democracia, los cambios más evidentes se han operado en la forma de la Jefatura del Estado, representación en las cortes, elección de gobiernos, organización administrativa del estado, libertad sindical e implantación del sufragio universal.
Por su envuelta exterior, el Estado actual parece radicalmente diferente del que el Caudillo, con metódica minuciosidad, forjó a voluntad.
¿No queda entonces ningún vestigio del nacionalsindicalismo de Franco? ¿Se han esfumado los ideales falangistas que Franco adoptó como fundamento filosófico de su Estado?
Una somera reflexión lleva a una conclusión ambigua: la pretensión falangista de forjar una sociedad nueva pervive en unos casos y, en otros, ha fracasado.
Proclamaba la Falange que el hombre es portador de valores eternos, y el español contemporáneo demuestra día a día que sigue convencido de esa verdad.
Basta observar la solemne circunspección con que encaran la vida pública, particularmente en lo que atañe al debate político.
Los que no se revisten de pontifical para encadenar solemnes juicios trascendentales cuando hablan hasta de las ocurrencias más chuscas de los políticos son, para quien los escuche o lea, ciudadanos frívolos o chisgarabís poco de fiar.
Hay palabras sacramentales (democracia, estado de derecho, justicia social, igualdad, responsabilidad social) que hay que pronunciar con la mitra calada o con el fajín de estado mayor bien ceñido.
Si pudiera escucharlos, José Antonio Primo de Rivera se sentiría orgulloso de la gravedad del tono de sus compatriotas al hablar de política, fruto de su convencimiento de que son portadores de valores eternos.
Un residuo de la doctrina falangista, pues, plenamente vigente.
Pero, ¿y el proyecto de transformar este país adusto y hosco en una España faldicorta?
En eso, el propósito de Primo de Rivera ha sido un fracaso notorio.
Como prueba, la actitud de los españoles contemporáneos ante el Forrest Gump que gobierna: en lugar de celebrar la habilidad de su razonamiento, que le permite condensar en una misma frase tesis y antítesis, lo critican por sus contradicciones.
O su incongruencia al pretender hacer de este país crónicamente belicoso un adalid de la alianza imposible de civilizaciones, propugnar en Honduras la concordia fomentando la discordia o proponer solución a los problemas extranjeros mientras encona los nacionales.
Y los habitantes de la España faldicorta que Primo de Rivera proponía se siguen tomando en serio al que los gobierna.
domingo, 5 de julio de 2009
ORGULLO HOMOSEXUAL
Es razonable que quien logra con dedicación, talento o ingenio lo que anhelaba conseguir se sienta orgulloso de haberlo alcanzado.
Pero quien se enorgullece de lo que es, sin haberse esforzado en ganarlo, es un engreído o un fanfarrón, que evidencia su pretensión patológica de proponerse como ejemplo para los menos favorecidos.
Un homosexual que hubiera tenido que sobreponerse a dificultades que le impidieran dejar de ser heterosexual sería comprensible que se sintiera orgulloso de poder adecuar su comportamiento a sus inclinaciones íntimas.
Pero la mayoría de los homosexuales afirman que su condición es consecuencia de la discordancia entre su fisonomía y sus innatas inclinaciones sexuales.
Es innegable que la sociedad ha aislado y perseguido a los homosexuales y les exigía que su comportamiento fuera acorde a su apariencia visible y no a la sensibilidad que albergaba su interior.
Esa presión para que se comportaran como lo que parecían, y no como lo que eran, hizo de los homosexuales víctimas perseguidas con diferentes grados de crueldad a lo largo de la historia.
Puede que la discreción de simular su condición aguzara la prudencia de los homosexuales y estimulara su ingenio más que a quienes la naturaleza dotó de fisonomía e inclinaciones concordantes.
No ha sido la homosexualidad estorbo para que su condición les impidiera contribuir al progreso de la ciencia, la cultura y el bienestar, tanto como los heterosexuales.
Ha sido decisiva su conducta mesurada, y discreta casi siempre, para que la sociedad haya acabado aceptando su derecho a la igualdad de trato, sin consideración a su singularidad.
Siempre se ha reconocido su buen gusto natural, su refinamiento estético y su pleitesía a las manifestaciones de la belleza.
Choca por eso la extravagancia chabacana de esos desfiles verbeneros con que, desde hace un tiempo, los homosexuales exhiben, proclaman y celebran su condición.
Es, aunque no lo pretendan, como si se propusieran como ejemplo de una meta lograda, que los heterosexuales deberían intentar alcanzar.
Es inexplicable esa súbita necesidad de proclamarse diferentes, en ciudadanos generalmente prudentes, que durante siglos exigieron que se les considere iguales.
Quizá se deba a una confusión semántica y los homosexuales, en lugar de sentirse orgullosos de su singularidad, quieran expresar en sus desfiles el orgullo de no tener que ocultarla como si fuera un delito.
De la sabiduría demostrada por muchos homosexuales eminentes cabe esperar que no pretendan inducir a los demás a que sigan dictados a los que su predisposición no los incline.
Sería caer en el error de que fueron víctimas cuando la incomprensión de una sociedad fanáticamente heterosexual persiguió a los homosexuales porque no cumplían lo que su innata proclividad les vedaba.
Pero quien se enorgullece de lo que es, sin haberse esforzado en ganarlo, es un engreído o un fanfarrón, que evidencia su pretensión patológica de proponerse como ejemplo para los menos favorecidos.
Un homosexual que hubiera tenido que sobreponerse a dificultades que le impidieran dejar de ser heterosexual sería comprensible que se sintiera orgulloso de poder adecuar su comportamiento a sus inclinaciones íntimas.
Pero la mayoría de los homosexuales afirman que su condición es consecuencia de la discordancia entre su fisonomía y sus innatas inclinaciones sexuales.
Es innegable que la sociedad ha aislado y perseguido a los homosexuales y les exigía que su comportamiento fuera acorde a su apariencia visible y no a la sensibilidad que albergaba su interior.
Esa presión para que se comportaran como lo que parecían, y no como lo que eran, hizo de los homosexuales víctimas perseguidas con diferentes grados de crueldad a lo largo de la historia.
Puede que la discreción de simular su condición aguzara la prudencia de los homosexuales y estimulara su ingenio más que a quienes la naturaleza dotó de fisonomía e inclinaciones concordantes.
No ha sido la homosexualidad estorbo para que su condición les impidiera contribuir al progreso de la ciencia, la cultura y el bienestar, tanto como los heterosexuales.
Ha sido decisiva su conducta mesurada, y discreta casi siempre, para que la sociedad haya acabado aceptando su derecho a la igualdad de trato, sin consideración a su singularidad.
Siempre se ha reconocido su buen gusto natural, su refinamiento estético y su pleitesía a las manifestaciones de la belleza.
Choca por eso la extravagancia chabacana de esos desfiles verbeneros con que, desde hace un tiempo, los homosexuales exhiben, proclaman y celebran su condición.
Es, aunque no lo pretendan, como si se propusieran como ejemplo de una meta lograda, que los heterosexuales deberían intentar alcanzar.
Es inexplicable esa súbita necesidad de proclamarse diferentes, en ciudadanos generalmente prudentes, que durante siglos exigieron que se les considere iguales.
Quizá se deba a una confusión semántica y los homosexuales, en lugar de sentirse orgullosos de su singularidad, quieran expresar en sus desfiles el orgullo de no tener que ocultarla como si fuera un delito.
De la sabiduría demostrada por muchos homosexuales eminentes cabe esperar que no pretendan inducir a los demás a que sigan dictados a los que su predisposición no los incline.
Sería caer en el error de que fueron víctimas cuando la incomprensión de una sociedad fanáticamente heterosexual persiguió a los homosexuales porque no cumplían lo que su innata proclividad les vedaba.
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