Alardea de que “fue la más divertida del año” la noche en que su patulea hirió en Pozuelo de Alarcón a diez policías, provocó 13 incendios, asaltó una comisaría y agredió a 23 incautos. Hay que poner pie en pared.
O nos integramos en la chusma o hacemos que los chusmetas dejen de en paz a los que no lo sean.
No sé si serán los polvos de la permisividad garantista del delincuente los que han traído estos lodos del desamparo de las víctimas, pero lo sospecho.
Cuando en la prehistoria franquista había delincuentes y se castigaba el delito sin perder el tiempo en las musarañas de las causas que los hubieran inducido a la delincuencia, los policías andaban por las calles a cara descubierta y los delincuentes se ocultaban.
La gente que respetaba la ley—la gente de orden, decían despectivamente los progresistas embrionarios—salían de sus casas a cualquier hora del día o de la noche por todas las ciudades y pueblos de España.
Ahora, en este estado de derecho que los progresistas ya talluditos nos han implantado, la gente de orden no puede ni encerrarse en sus casas porque hasta en ellas los cazan los delincuentes cuyos derechos garantiza el Estado de Derecho.
Que nadie se equivoque. Creo firmemente en la libertad de cada uno para exponer sus ideas con la palabra, intentar convencer a los que disientan, manifestar en público su queja o su opinión.
Defiendo con la misma firmeza que quien ejerza esas libertades no limite la del que no quiera secundarlo.
Los límites para la libertad del que no quiera sentirse parte de la masa lo abarcan todo: desde el botellón que rompe la paz de los que prefieren la sobriedad a la embriaguez, a los transeúntes que tienen que alterar su rutina por una manifestación callejera que ni les va ni les viene.
En el término manifestación incluyo la reclamación tumultuaria de reivindicaciones salariales, la protesta por crímenes salvajes, las procesiones religiosas o los desfiles militares.
Que hagan manifestódromos –naturalmente gestionados por empresarios privados que los alquilen, emplazados en lugares cuyo acceso no estorbe al tráfico habitual—y que todo el que quiera (naturalmente previo pago por los organizadores) se manifieste libremente, hasta contra el uso del presente de indicativo.
Pero al que cometa el delito de incomodar al que tiene derecho a que no lo incomoden, que lo pague.
Y para los que saben que los detendrán, los interrogarán, sus papas depositarán una fianza, y un abogado caro los defenderá para que los condenen a dos horas y cuarto de prisión, se recomienda el remedio que tan eficaz era hace años: no maniatar a la policía.
Si a algún agente se le va la mano y el progre inevitable no es capaz de hacer la vista gorda, a las necias palabras de la progresía, el oído sordo de la sensatez.
martes, 8 de septiembre de 2009
lunes, 7 de septiembre de 2009
PACTAR POR PACTAR, UN TIMO
En el acto litúrgico de Rodiezmo y rodeado de concelebrantes con el ritual pañuelo rojo al cuello, el demagogo José Luis Rodríguez Zapatero entusiasmó a sus devotos cuando responsabilizó a la oposición de los fracasos de su gobierno.
El Presidente del Gobierno sabía que emplazar al Partido Popular a que, “por una vez” acepte un pacto de estado sobre energía y educación era solo un recurso dialéctico para neutralizar a la oposición.
No debería ignorar Zapatero que es al gobierno al que corresponde la iniciativa de proponer iniciativas articuladas y negociar su aprobación en el Parlamento.
También sabe que proponer un pacto sobre energía y educación, en abstracto, es tanto como pedirle a quien no haya visto un cuadro que lo declare bello porque su interlocutor diga que le ha gustado.
A la oposición le incumbe fiscalizar al gobierno, sugerir alternativas y vigilar el cumplimiento del pacto al que se llegue tras conciliar medidas discrepantes. Si la oposición accediera a pactos cuyo alcance ignora se sometería al gobierno y dejaría de ser oposición.
¿Qué debería hacer el Presidente del Gobierno de España si, de verdad, quisiera pactar con la oposición?
Ante todo, presentar un texto escrito que contenga las medidas concretas que propone, encomendar a su grupo parlamentario que las concilie con las que, sobre el mismo asunto defienda la oposición y, tras una negociación en la que ambas partes acuerden un texto comúnmente aceptable, lograr su aprobación.
Hasta que el Presidente del Gobierno demuestre su buena fe al proponer un pacto sobre un texto concreto y no sobre vaguedades abstractas, la oposición no debería ni molestarse en contestarle.
Pero el Partido Popular debería replicar a la propuesta de Zapatero, aunque no es al presidente del Gobierno al que debe dirigirse, sino a los votantes.
Además de que le conviene, el Partido Popular tiene la obligación cívica de ilustrar a los ciudadanos y alertarlos sobre la trampa política que volvió a tenderles Zapatero en Rodiezmo y desenmascarar su pretendida oferta de pacto sin concretar lo que quiere pactar.
Los pactos que Zapatero pide, y la forma en que los exige, son teatrales brindis al sol, que solo buscan el aplauso gratuito de los aficionados de los tendidos de la solanera, antes de citar al toro con la muleta para empezar la faena.
El Presidente del Gobierno sabía que emplazar al Partido Popular a que, “por una vez” acepte un pacto de estado sobre energía y educación era solo un recurso dialéctico para neutralizar a la oposición.
No debería ignorar Zapatero que es al gobierno al que corresponde la iniciativa de proponer iniciativas articuladas y negociar su aprobación en el Parlamento.
También sabe que proponer un pacto sobre energía y educación, en abstracto, es tanto como pedirle a quien no haya visto un cuadro que lo declare bello porque su interlocutor diga que le ha gustado.
A la oposición le incumbe fiscalizar al gobierno, sugerir alternativas y vigilar el cumplimiento del pacto al que se llegue tras conciliar medidas discrepantes. Si la oposición accediera a pactos cuyo alcance ignora se sometería al gobierno y dejaría de ser oposición.
¿Qué debería hacer el Presidente del Gobierno de España si, de verdad, quisiera pactar con la oposición?
Ante todo, presentar un texto escrito que contenga las medidas concretas que propone, encomendar a su grupo parlamentario que las concilie con las que, sobre el mismo asunto defienda la oposición y, tras una negociación en la que ambas partes acuerden un texto comúnmente aceptable, lograr su aprobación.
Hasta que el Presidente del Gobierno demuestre su buena fe al proponer un pacto sobre un texto concreto y no sobre vaguedades abstractas, la oposición no debería ni molestarse en contestarle.
Pero el Partido Popular debería replicar a la propuesta de Zapatero, aunque no es al presidente del Gobierno al que debe dirigirse, sino a los votantes.
Además de que le conviene, el Partido Popular tiene la obligación cívica de ilustrar a los ciudadanos y alertarlos sobre la trampa política que volvió a tenderles Zapatero en Rodiezmo y desenmascarar su pretendida oferta de pacto sin concretar lo que quiere pactar.
Los pactos que Zapatero pide, y la forma en que los exige, son teatrales brindis al sol, que solo buscan el aplauso gratuito de los aficionados de los tendidos de la solanera, antes de citar al toro con la muleta para empezar la faena.
domingo, 6 de septiembre de 2009
ZAPATERO, GEMIO, ALHAKEN
La empalagosa conversación del hombre y la mujer que se arrullaban en la radio sugería que se habían abismado en un idilio galante, preludio de la inevitable conjunción de sus cuerpos y culminación de la complicidad de sus almas.
Más que la entrevista de la presentadora de un programa de radio al presidente del gobierno para que oyentes ávidos encontraran respuesta a sus tribulaciones, parecía el secreteo cómplice de dos enamorados en los prolegómenos de la intimidad acuciantemente deseada.
Hablaban de lo que les debería interesar a todos, pero el arrullo de sus palabras sonaba al de amantes fogosos que hubieran olvidado cerrar el micrófono, traicionados su impaciencia.
Lo que los oyentes de Onda Cero escucharon la plácida mañana del sábado cinco de Septiembre, en la que las otras emisoras decían que el gobierno incrementará la capacidad de fuego de los militares españoles en Afganistán enviando más soldados, era una entrevista de Isabel Gemio a José Luis Rodriguez Zapatero.
Los que oyeron la entrevista al político se quedaron sin saber por qué el mismo hombre que retiró de Irak a españoles que los irakíes atacaban como a invasores,quiere mandar a Afganistán más soldados para que los afganos los tiroteen por haberlos invadido.
No habría hecho falta entrevistadora si Onda Cero hubiera querido que sus oyentes escucharan lo que en sus receptores captaron porque se asemejaba al recitado de las preguntas rituales del catecismo Ripalda, con las respuestas previamente establecidas para esas preguntas.
La Gemio consultaba obsequiosamente a Zapatero y el presidente del gobierno, como alumno aplicado, repetía todo lo que ha hecho y amenaza hacer para que España remonte como un cóndor los efectos de la crisis económica, que se empeña en perpetuarse.
Hubo, sin embargo, un punto en que se rompió la cantinela del monótono guión: fue cuando Rodríguez Zapatero, pavoneándose de la Ley de Dependencia que su gobierno hizo aprobar, ilustró una de las carencias que los españoles padecían antes de que lo hicieran presidente:
--“Cuando llegué a La Moncloa”—reveló—“no había rampas de acceso para minusválidos”.
--“No me lo puedo creer”—se escandalizó justamente indignada la Gemio—“no me diga que en La Moncloa no había rampas”.
Las rampas de La Moncloa son, para Zapatero, lo que para los mordaces cordobeses del califato representó “la añadidura de Al Haken II”, el indolente, culto y sodomita heredero de Abderraman III, que añadió un agujero a la jabeba, la flauta morisca,como aportación personal al espelndor del imperio que forjó su padre.
Más que la entrevista de la presentadora de un programa de radio al presidente del gobierno para que oyentes ávidos encontraran respuesta a sus tribulaciones, parecía el secreteo cómplice de dos enamorados en los prolegómenos de la intimidad acuciantemente deseada.
Hablaban de lo que les debería interesar a todos, pero el arrullo de sus palabras sonaba al de amantes fogosos que hubieran olvidado cerrar el micrófono, traicionados su impaciencia.
Lo que los oyentes de Onda Cero escucharon la plácida mañana del sábado cinco de Septiembre, en la que las otras emisoras decían que el gobierno incrementará la capacidad de fuego de los militares españoles en Afganistán enviando más soldados, era una entrevista de Isabel Gemio a José Luis Rodriguez Zapatero.
Los que oyeron la entrevista al político se quedaron sin saber por qué el mismo hombre que retiró de Irak a españoles que los irakíes atacaban como a invasores,quiere mandar a Afganistán más soldados para que los afganos los tiroteen por haberlos invadido.
No habría hecho falta entrevistadora si Onda Cero hubiera querido que sus oyentes escucharan lo que en sus receptores captaron porque se asemejaba al recitado de las preguntas rituales del catecismo Ripalda, con las respuestas previamente establecidas para esas preguntas.
La Gemio consultaba obsequiosamente a Zapatero y el presidente del gobierno, como alumno aplicado, repetía todo lo que ha hecho y amenaza hacer para que España remonte como un cóndor los efectos de la crisis económica, que se empeña en perpetuarse.
Hubo, sin embargo, un punto en que se rompió la cantinela del monótono guión: fue cuando Rodríguez Zapatero, pavoneándose de la Ley de Dependencia que su gobierno hizo aprobar, ilustró una de las carencias que los españoles padecían antes de que lo hicieran presidente:
--“Cuando llegué a La Moncloa”—reveló—“no había rampas de acceso para minusválidos”.
--“No me lo puedo creer”—se escandalizó justamente indignada la Gemio—“no me diga que en La Moncloa no había rampas”.
Las rampas de La Moncloa son, para Zapatero, lo que para los mordaces cordobeses del califato representó “la añadidura de Al Haken II”, el indolente, culto y sodomita heredero de Abderraman III, que añadió un agujero a la jabeba, la flauta morisca,como aportación personal al espelndor del imperio que forjó su padre.
jueves, 3 de septiembre de 2009
PRICIPE DE ASTURIAS A UN DEPORTE ESPAÑOL
El Premio Príncipe de Asturias del Deporte se le ha concedido a una modalidad racialmente española, después de recompensar año tras año a deportistas que lo ganaron por su habilidad en tenis, baloncesto, golf y otros inventos anglosajones.
Ya era hora porque, por muy rusa que sea Yelena Isinbayeba—que afortunadamente en nada se parece a los rusos torvos y malencarados que retrataba la propaganda franquista—su galardón lo ha obtenido por sublimar una práctica tradicional española.
El salto con pértiga, la modalidad deportiva que le ha valido el Príncipe de Asturias a la apetitosa rusa, se dice que lo practicó por primera vez en circunstancias extremas un conquistador español al que los aztecas, por su melena bermeja, apodaron Tonathiu, el dios Sol.
Hay dudas sobre esa proeza, que Francisco López de Gómara, en su historia de la conquista de México,atribuye a Alvarado. Pero López de Gómara ni siquiera estuvo en las Indias.
Por rumores de terceros o por afán laudatorio, dice que el Tonathiu conquistador, cuando en la noche triste huía hacia Tacuba de los aztecas que acosaban a los españoles, salvó un canal haciendo palanca con su lanza y conservó la vida.
Bernal Díaz del Castillo, que sí participó en la conquista de México y que escapó de la ira vengativa de los aztecas, desmiente esa hazaña de Alvarado en su “Verdadera Historia de la conquista de la Nueva España” y Hernán Cortes no la menciona en sus “Cartas de Relación”.
Como son dos testimonios de testigos presenciales contra el de uno que no estaba allí, es justo descartar a Pedro de Alvarado como inventos del salto con pértiga.
Pero sobran pruebas documentales de que el salto de la garrocha, como debería conocerse en español lo que con tanto garbo hace la Isinbayeba, es patrimonio de la imaginación, el arrojo y la destreza de un pueblo elegido por Dios: el pueblo español.
Hasta finales del siglo diecinueve era suerte ejecutada con asiduidad y aplaudida con entusiasmo nada menos que en los espectáculos taurinos, el rito definitorio de lo español.
Fue el matador de toros José Luis Chicorro un ilustre antecesor de la deportista rusa que, haciendo palanca con su pértiga apoyada en el ruedo, salvaba con galanura no el listón, sino las amenazantes astas de los toros a los que se enfrentaba.
Manuel Lagares y Hermengildo Ruiz “Chaval”, colegas de Chicorro, sufrieron cornadas graves al ejecutar el salto de la garrocha y Don Francisco de Goya y Lucientes inmortalizó en uno de sus aguafuertes a Juan Apañani, en el momento en que burlaba la embestida del toro apoyándose en su pértiga.
Ya era hora porque, por muy rusa que sea Yelena Isinbayeba—que afortunadamente en nada se parece a los rusos torvos y malencarados que retrataba la propaganda franquista—su galardón lo ha obtenido por sublimar una práctica tradicional española.
El salto con pértiga, la modalidad deportiva que le ha valido el Príncipe de Asturias a la apetitosa rusa, se dice que lo practicó por primera vez en circunstancias extremas un conquistador español al que los aztecas, por su melena bermeja, apodaron Tonathiu, el dios Sol.
Hay dudas sobre esa proeza, que Francisco López de Gómara, en su historia de la conquista de México,atribuye a Alvarado. Pero López de Gómara ni siquiera estuvo en las Indias.
Por rumores de terceros o por afán laudatorio, dice que el Tonathiu conquistador, cuando en la noche triste huía hacia Tacuba de los aztecas que acosaban a los españoles, salvó un canal haciendo palanca con su lanza y conservó la vida.
Bernal Díaz del Castillo, que sí participó en la conquista de México y que escapó de la ira vengativa de los aztecas, desmiente esa hazaña de Alvarado en su “Verdadera Historia de la conquista de la Nueva España” y Hernán Cortes no la menciona en sus “Cartas de Relación”.
Como son dos testimonios de testigos presenciales contra el de uno que no estaba allí, es justo descartar a Pedro de Alvarado como inventos del salto con pértiga.
Pero sobran pruebas documentales de que el salto de la garrocha, como debería conocerse en español lo que con tanto garbo hace la Isinbayeba, es patrimonio de la imaginación, el arrojo y la destreza de un pueblo elegido por Dios: el pueblo español.
Hasta finales del siglo diecinueve era suerte ejecutada con asiduidad y aplaudida con entusiasmo nada menos que en los espectáculos taurinos, el rito definitorio de lo español.
Fue el matador de toros José Luis Chicorro un ilustre antecesor de la deportista rusa que, haciendo palanca con su pértiga apoyada en el ruedo, salvaba con galanura no el listón, sino las amenazantes astas de los toros a los que se enfrentaba.
Manuel Lagares y Hermengildo Ruiz “Chaval”, colegas de Chicorro, sufrieron cornadas graves al ejecutar el salto de la garrocha y Don Francisco de Goya y Lucientes inmortalizó en uno de sus aguafuertes a Juan Apañani, en el momento en que burlaba la embestida del toro apoyándose en su pértiga.
miércoles, 2 de septiembre de 2009
LO QUE QUIERE ZAPATERO, Y NO NOS EXPLICA
¿“Hasta cuando”—se pregunta un español desesperado—“ desdeñaremos lo que ignoramos?
¿“Por qué”—se lamenta deprimido—“rechazamos lo que no comprendemos”?
El abatimiento de este Catilina contemporáneo está justificado: no se explica que todos critiquen los esfuerzos del Presidente del Gobierno para que España remonte la crisis económica.
El observador imparcial, que como Beltran Duguesclin ni pone ni quita rey, tiene que darle la razón a Catilina sin, por ello, eximir a José Luis Rodríguez Zapatero de parte de la culpa.
La excelsa capacidad con que la naturaleza lo dotó para gestionar la justicia social, la política, las relaciones internacionales, el baloncesto y la economía lo inducen a creer que todos tenemos su mismo talento.
Es ese disculpable error, y no la malicia, lo que le ha impedido percatarse de que, como sus gobernados somos más torpes, precisamos que nos explique el objetivo aparentemente inconexo de sus medidas económicas.
Zapatero sabe que, por separado, sus decisiones pueden parecer contradictorias, aunque sean maniobras tácticas ideadas para que confluyan en un objetivo estratégico común: recuperar la opulencia perdida.
Tendría que haberlo explicado como un padre le revela a su hijo, para que entienda el misterio de la perpetuación de la raza humana, que a los niños los traen las cigüeñas.
Ayudemos a Zapatero:
Para no repetir la época de despilfarro económico anterior a la crisis, hay que limitar la capacidad de gasto de los españoles, que son unos manirrotos.
Es un axiona que el individuo no sabe el valor de lo que gana ni de lo que gasta por lo que es obligación del Estado, que todo lo sabe, fijarle sus ingresos mediante subsidios y administrarle sus ahorros con impuestos crecientes, para que no se le ocurra gastarlos en viajar a Disneylandia.
Al regular el gasto se sujeta el consumo, lo que abarata los precios. Mientras más gente viva del subsidio, más bajará el Indice de Precios Al Consumo y menos gravará la inflación a los ciudadanos.
Como el individuo es incapaz de decidir por sí mismo y es el Estado el que mejor sabe lo que a cada uno le conviene, se regulará el peso, la talla, los gustos, el pensamiento y la religión de todos los ciudadanos.
Se garantizará la libertad aunque, como los dimmies en la añorada época califal, los trasgresores tendrán que pagar multas por fumar, correr en su coche, ser heterosexual, ir a misa, oir otra emisora que no sea la SER, leer periódicos distintos de El Pais o Público y ver canales que no sean la sexta, la cuarta, Plus o CNN.
Lo que se recaude con las multas financiará nuevos subsidios de paro, hasta que se logre el objetivo final: todos parados.
¿“Por qué”—se lamenta deprimido—“rechazamos lo que no comprendemos”?
El abatimiento de este Catilina contemporáneo está justificado: no se explica que todos critiquen los esfuerzos del Presidente del Gobierno para que España remonte la crisis económica.
El observador imparcial, que como Beltran Duguesclin ni pone ni quita rey, tiene que darle la razón a Catilina sin, por ello, eximir a José Luis Rodríguez Zapatero de parte de la culpa.
La excelsa capacidad con que la naturaleza lo dotó para gestionar la justicia social, la política, las relaciones internacionales, el baloncesto y la economía lo inducen a creer que todos tenemos su mismo talento.
Es ese disculpable error, y no la malicia, lo que le ha impedido percatarse de que, como sus gobernados somos más torpes, precisamos que nos explique el objetivo aparentemente inconexo de sus medidas económicas.
Zapatero sabe que, por separado, sus decisiones pueden parecer contradictorias, aunque sean maniobras tácticas ideadas para que confluyan en un objetivo estratégico común: recuperar la opulencia perdida.
Tendría que haberlo explicado como un padre le revela a su hijo, para que entienda el misterio de la perpetuación de la raza humana, que a los niños los traen las cigüeñas.
Ayudemos a Zapatero:
Para no repetir la época de despilfarro económico anterior a la crisis, hay que limitar la capacidad de gasto de los españoles, que son unos manirrotos.
Es un axiona que el individuo no sabe el valor de lo que gana ni de lo que gasta por lo que es obligación del Estado, que todo lo sabe, fijarle sus ingresos mediante subsidios y administrarle sus ahorros con impuestos crecientes, para que no se le ocurra gastarlos en viajar a Disneylandia.
Al regular el gasto se sujeta el consumo, lo que abarata los precios. Mientras más gente viva del subsidio, más bajará el Indice de Precios Al Consumo y menos gravará la inflación a los ciudadanos.
Como el individuo es incapaz de decidir por sí mismo y es el Estado el que mejor sabe lo que a cada uno le conviene, se regulará el peso, la talla, los gustos, el pensamiento y la religión de todos los ciudadanos.
Se garantizará la libertad aunque, como los dimmies en la añorada época califal, los trasgresores tendrán que pagar multas por fumar, correr en su coche, ser heterosexual, ir a misa, oir otra emisora que no sea la SER, leer periódicos distintos de El Pais o Público y ver canales que no sean la sexta, la cuarta, Plus o CNN.
Lo que se recaude con las multas financiará nuevos subsidios de paro, hasta que se logre el objetivo final: todos parados.
martes, 1 de septiembre de 2009
LA BELLEZA DE LA GUERRA
En el aniversario del inicio del colosal espectáculo montado por Adolf Hitler y Josef Stalin, conocido después por segunda guerra mundial, permítase a un belicista descartado por inútil total del ejército acaudillado por el temerario comandante de batallón Francisco Franco, abogar por la guerra.
Aunque sin saberlo, más de media humanidad comparte el arrebato emocional y estético de este guerrero frustrado: son los millones de espectadores que pagan por asistir cada semana al simulacro bélico que es un partido de fútbol.
Se resignan a disfrutar del espectáculo deportivo, que es un simulacro de guerra, como los diabéticos nos contentamos con la sacarina, sucedáneo del azúcar.
No me resisto a citar al prusiano Karl Von Clausewitz, ilustre antecesor de Josep Guardiola, que definió la guerra como continuidad de la política por otros medios.
¿No es el madridismo antibarcelonismo y el barcelonismo antimadridismo? ¿no hay una contienda feroz y latente entre esas dos ciudades, que se expresa en la rivalidad de sus clubes?
Ese simulacro de guerra es casi siempre menos sangriento que el conflicto armado, pero no mucho más barato.
¿Cuántos esclavos recién importados de África habrían podido comprar en el mercado de Richmond hace 160 años los dueños de las plantaciones del Camp Nou y del Bernabeu si se hubieran presentado con los 450 millones de dólares que se han gastado este año en el mercado de futbolistas?
El más fornido y sano esclavo no costaba en Richmond más de 1.200 dólares, equivalente al precio de una finca de 400 hectáreas al este del Mississipi.
Guerra y deporte comercial son espectáculos parecidos pero no iguales, porque al segundo le falta la grandiosidad épica con que lo cantan quienes lo relatan y los cronistas deportivos no se parecen nada a Mijail Koltsov o Edward Murrow.
Puede que, además, ya no se fabriquen corresponsales de guerra como los de antes. Vean: “Nos despertaron unas explosiones y disparos. Nos levantamos rápidamente y tomamos los fusiles. En la calle, Jiménez y yo avanzamos a saltos”
El narrador es un periodista comprometido, de los que les gustan a los de izquierda. Jiménez se llamaba realmente Orge-Glinoedski, naturalmente militar ruso. El periodista comprometido no era otro que Mijail Koltzov, nacido Mijail Friedliand, que bajo la cobertura de enviado especial de Pravda, entró en España de matute en uno de los aviones que el camarada Malraux despachaba para ayudar a los republicanos.
Koltzov sí que era un corresponsal de guerra, y no los de ahora: en sus primeros diez días lo recibieron y aconsejó a los jefes políticos y militares de Barcelona, al presidente Giral, a la Pasionaria, a Durruti, y tuvo tiempo de evaluar la amenaza que para Stalin eran los trotskistas españoles, pegó unos tiros y envió una docena de crónicas.
Que aprendan y no lo imiten los corresponsales de guerra de ahora porque, como casi la mitad de los rusos destacados de su época, Koltzov fue detenido en 1938 y fusilado por orden de Stalin en 1942.
Se escapó de las pérfidas balas fascistas en España, pero al clarividente Stalin no le dio gato por liebre y pago con la vida su actividad antipartido
Aunque sin saberlo, más de media humanidad comparte el arrebato emocional y estético de este guerrero frustrado: son los millones de espectadores que pagan por asistir cada semana al simulacro bélico que es un partido de fútbol.
Se resignan a disfrutar del espectáculo deportivo, que es un simulacro de guerra, como los diabéticos nos contentamos con la sacarina, sucedáneo del azúcar.
No me resisto a citar al prusiano Karl Von Clausewitz, ilustre antecesor de Josep Guardiola, que definió la guerra como continuidad de la política por otros medios.
¿No es el madridismo antibarcelonismo y el barcelonismo antimadridismo? ¿no hay una contienda feroz y latente entre esas dos ciudades, que se expresa en la rivalidad de sus clubes?
Ese simulacro de guerra es casi siempre menos sangriento que el conflicto armado, pero no mucho más barato.
¿Cuántos esclavos recién importados de África habrían podido comprar en el mercado de Richmond hace 160 años los dueños de las plantaciones del Camp Nou y del Bernabeu si se hubieran presentado con los 450 millones de dólares que se han gastado este año en el mercado de futbolistas?
El más fornido y sano esclavo no costaba en Richmond más de 1.200 dólares, equivalente al precio de una finca de 400 hectáreas al este del Mississipi.
Guerra y deporte comercial son espectáculos parecidos pero no iguales, porque al segundo le falta la grandiosidad épica con que lo cantan quienes lo relatan y los cronistas deportivos no se parecen nada a Mijail Koltsov o Edward Murrow.
Puede que, además, ya no se fabriquen corresponsales de guerra como los de antes. Vean: “Nos despertaron unas explosiones y disparos. Nos levantamos rápidamente y tomamos los fusiles. En la calle, Jiménez y yo avanzamos a saltos”
El narrador es un periodista comprometido, de los que les gustan a los de izquierda. Jiménez se llamaba realmente Orge-Glinoedski, naturalmente militar ruso. El periodista comprometido no era otro que Mijail Koltzov, nacido Mijail Friedliand, que bajo la cobertura de enviado especial de Pravda, entró en España de matute en uno de los aviones que el camarada Malraux despachaba para ayudar a los republicanos.
Koltzov sí que era un corresponsal de guerra, y no los de ahora: en sus primeros diez días lo recibieron y aconsejó a los jefes políticos y militares de Barcelona, al presidente Giral, a la Pasionaria, a Durruti, y tuvo tiempo de evaluar la amenaza que para Stalin eran los trotskistas españoles, pegó unos tiros y envió una docena de crónicas.
Que aprendan y no lo imiten los corresponsales de guerra de ahora porque, como casi la mitad de los rusos destacados de su época, Koltzov fue detenido en 1938 y fusilado por orden de Stalin en 1942.
Se escapó de las pérfidas balas fascistas en España, pero al clarividente Stalin no le dio gato por liebre y pago con la vida su actividad antipartido
lunes, 31 de agosto de 2009
CONTRARREFORMA Y DEMOCRACIA
No son más que maullidos de gatos en el tejado en una noche de enero porque, por mucho que los más sesudos disidentes pregonen los errores del gobierno, siglos de adoctrinamiento han enseñado a los españoles que el que manda es el que tiene razón.
¿Qué son 31 años predicando que es el pueblo el que decide si durante 20 siglos aprendió con sangre que quien sabe lo que al pueblo le conviene es el que manda?
La democracia española constitucionalizada en 1978 dejó formalmente en manos de los españoles la capacidad de elegir con libertad, sin entrenamiento para decidir con responsabilidad.
Fue un acto volitivo meritorio pero arriesgado porque pretendía que los españoles adoptaran un sistema político en el que los votantes de los pueblos en que se habia consolidado estaban habituados a decidir por sí mismos, a sabiendas de que cada votante era responsable de su propio acierto o de su propio error.
Esa cultura de autorresponsabilidad que permitió a los pueblos acceder a la democracia estuvo casi siempre mal vista en España.
La contrarreforma que España capitaneó proscribió la libre interpretación de las Escrituras, base de la reforma luterana, y apuntaló la exclusiva autoridad de la jerarquía para marcar lo que los creyentes deberían aceptar como verdad.
Es cierto que esa medida evitó desviaciones doctrinales pero,aunque mantuviera la ortodoxia establecida, redujo permanentemente a quienes la sufrieron a la inmadurez mental porque dejaron al arbitrio de quienes mandaban la capacidad de decidir lo que era falso o verdadero y, en consecuencia, lo que era perjudicial o conveniente.
El libre examen que Lutero predicó influido por Erasmo de Rotterdam y San Agustín, educó a los ciudadanos de los pueblos en que se implantó a acertar o equivocarse por sí mismos, paso previo inevitable para ejercer con responsabilidad el derecho a elegir quien los gobierne.
Los que, como los españoles y de forma menos drástica italianos, franceses o portugueses acataron la contrarreforma, han heredado el poso cultural de aceptar que decidan por ellos.
Los ciudadanos de pueblos acostumbrados a decidir por sí mismos—ingleses, norteamericanos, alemanes y los que han sido fruto de su cultura—puede que se equivoquen en su elección, pero están mejor preparados para el sufragio universal que los pueblos en los que se impuso la contrarreforma.
En 31 años es imposible que los españoles borren una enseñanza de siglos. Que no se asombren los que se extrañan de que los votantes ratifiquen su confianza en gobernantes manifiestamente inadecuados. Son muchos los siglos en los que se nos ha inculcado que el que manda es el que sabe lo que más nos conviene.
¿Qué son 31 años predicando que es el pueblo el que decide si durante 20 siglos aprendió con sangre que quien sabe lo que al pueblo le conviene es el que manda?
La democracia española constitucionalizada en 1978 dejó formalmente en manos de los españoles la capacidad de elegir con libertad, sin entrenamiento para decidir con responsabilidad.
Fue un acto volitivo meritorio pero arriesgado porque pretendía que los españoles adoptaran un sistema político en el que los votantes de los pueblos en que se habia consolidado estaban habituados a decidir por sí mismos, a sabiendas de que cada votante era responsable de su propio acierto o de su propio error.
Esa cultura de autorresponsabilidad que permitió a los pueblos acceder a la democracia estuvo casi siempre mal vista en España.
La contrarreforma que España capitaneó proscribió la libre interpretación de las Escrituras, base de la reforma luterana, y apuntaló la exclusiva autoridad de la jerarquía para marcar lo que los creyentes deberían aceptar como verdad.
Es cierto que esa medida evitó desviaciones doctrinales pero,aunque mantuviera la ortodoxia establecida, redujo permanentemente a quienes la sufrieron a la inmadurez mental porque dejaron al arbitrio de quienes mandaban la capacidad de decidir lo que era falso o verdadero y, en consecuencia, lo que era perjudicial o conveniente.
El libre examen que Lutero predicó influido por Erasmo de Rotterdam y San Agustín, educó a los ciudadanos de los pueblos en que se implantó a acertar o equivocarse por sí mismos, paso previo inevitable para ejercer con responsabilidad el derecho a elegir quien los gobierne.
Los que, como los españoles y de forma menos drástica italianos, franceses o portugueses acataron la contrarreforma, han heredado el poso cultural de aceptar que decidan por ellos.
Los ciudadanos de pueblos acostumbrados a decidir por sí mismos—ingleses, norteamericanos, alemanes y los que han sido fruto de su cultura—puede que se equivoquen en su elección, pero están mejor preparados para el sufragio universal que los pueblos en los que se impuso la contrarreforma.
En 31 años es imposible que los españoles borren una enseñanza de siglos. Que no se asombren los que se extrañan de que los votantes ratifiquen su confianza en gobernantes manifiestamente inadecuados. Son muchos los siglos en los que se nos ha inculcado que el que manda es el que sabe lo que más nos conviene.
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