lunes, 23 de febrero de 2009

EL BERMEJAZO

Aunque no sea original, este 23 de Febrero aniversario de aquél que ha pasado a la historia como “El Tejerazo”, es inevitable bautizarlo como “El Bermejazo”, el día en el que se ha anunciado la dimisión, que es el eclipse,de un político rutilante hasta hoy como Mariano Fernández Bermejo.
Si es cierto, como dicen, que hasta el otrora envidiado, por todopoderoso, Pedro Solbes, ha admitido su propia envidia porque el protagonista del Bermejazo ha pasado de ministro a ex, negro porvenir hay que augurar al gabinete que vicepreside Solbes.
El gobierno que preside el político con apellido de remendón, del que se ha escapado Bermejo y del que está deseando salir Solbes, tiene un futuro más negro que la sotana de un cura preconciliar.
Si, como parece inevitable, la incapacidad gubernamental para sortear la borrasca de la crisis que se negaban a admitir se encrespa, los votantes van a librarse a gorrazos como de las molestas avispas estivales del gobierno del que hasta hoy formaba parte Bermejo y del que, a su pesar forma parte todavía Solbes.
Mientras no se confirme, sigue siendo una maledicencia de la deslenguada oposición que el ministro dimitido se ha garantizado acomodo más placentero para sus quehaceres de futuro,como montero mayor del Reino.
Dicen los lenguaraces que exige que a las piezas venatorias se les implante un chip que, activado a distancia, deje en estado catatónico a venados, jabalíes y muflones durante tres segundos, tiempo suficiente para que el escopetero pueda dispararles con garantía de atinarles y dejarlas fritas.
Pura falacia.

miércoles, 18 de febrero de 2009

ACLARACION AL MINISTRO BERMEJO

Si no fuera más listo que Lepe, a Mariano Fernández Bermejo no lo habrían hecho ministro, ni sería fiscal si careciera de rigor intelectual y moral.
Dar por sentado que lo adornan esas virtudes no implica, necesariamente, una garantía de que lo sepa todo, ni excluye que alguien de menor talla intelectual y más condescendiente con las flaquezas humanas pueda ayudarle a comprender lo que no entiende.
Me conmovió el desconcierto de Bermejo cuando, desde su altiva sabiduría de ministro de Justicia, confesó en televisión su incomprensión de las razones por las que se declararan en huelga magistrados y pilotos de líneas aéreas, y no lo hicieran obreros y trabajadores.
Intentaré explicárselo, con el único ánimo de ayudarlo:
La huelga es el recurso extremo al que recurre quien, después de reclamar reiteradamente un derecho, se niega a seguir trabajando para el que le niega lo que pide, como medida de presión para que acceda a su petición.
Para que la huelga sea eficaz debe secundarla el mayor número posible de afectados porque, si se limita a paros individuales y descoordinados, no afecta a la producción de bienes o servicios con cuya comercialización se enriquece el empresario reacio.
La organización de una huelga requiere esfuerzos de difusión, concienciación, coordinación y apoyo de los posibles huelguistas, por lo que son los sindicatos las únicas organizaciones que, de hecho, pueden organizar una huelga eficaz.
Para ello, la burocracia que maneja el sindicato no debe tener otros intereses que defender que los de sus afiliados, ni otra lealtad que la que, con el pago de sus cuotas, tienen derecho a exigirle los cotizantes sindicales.
Pero, si los sindicatos recibieran subvenciones adicionales a las de las cuotas de sus afiliados, se expondrían a un conflicto de intereses que los paralizaría en el mejor de los casos y, en el peor, los haría inclinarse en contra de los intereses de sus afiliados.
Que el desconcertado ministro Bermejo averigüe qué subvenciones estatales reciben a través del gobierno las asociaciones profesionales de los magistrados y las de los pilotos.
Una vez conozca ese dato, que recabe el de lo que reciben del gobierno Comisiones Obreras y la Unión General de Trabajadores.
Estoy convencido de que el Ministro Bermejo hallará así respuesta a la extrañeza en que lo sumía que pilotos y magistrados vayan a la huelga y no las hagan obreros, campesinos, menestrales ni albañiles.
Si quiere, se la adelanto: Comisiones Obreras y Unión General de Trabajadores cobran más del gobierno que de sus afiliados y, lógicamente, están obligados a defender con más ahinco los intereses de quien le paga más que los de los que le pagan menos.
Y que los afiliados a los sindicatos, aunque seguramente no hará falta que nadie se lo diga, tomen nota de que sus representantes sindicales solamente defenderán sus intereses cuando coincidan con los del gobierno.

martes, 17 de febrero de 2009

ENSEÑANZAS OTOMANAS

Que José Luis Rodríguez Zapatero, Pepiño Blanco o el estratega que haya diseñado el método de neutralizar a la oposición para conservar el poder me perdonen, pero dudo que sean tan ilustrados como para haberlo calcado del de los sultanes otomanos.
Más mérito tienen por supuesto si, como creo, ha sido fruto de una intuición genial que, por caprichosa coincidencia, es similar al que en tiempos lejanos y felices aplicaban los mandamases de la Sublime Puerta.
Tomemos un botón como muestra:
El Sultán Murad III, que reinó de 1574 a 1595, engendró más de cien hijos varones, de los que lo sobrevivieron 20. El mayor, que lo sucedió con el nombre de Mehmet III, mandó estrangular a sus otros 19 hermanos y a siete de las concubinas de su padre que, al morir, esperaban descendencia de Murad.
Afortunadamente, prácticas tan sanguinarias evolucionaron a métodos menos crueles, aunque igual de eficaces, para neutralizar la oposición al gobernante.
Ahmed I fue el compasivo sultán que abolió el estrangulamiento de sus hermanos y, cuando subió al trono en 1603, ordenó que, en lugar de matar a los demás hijos de su padre, los encerraran en un pabellón especial y los aislaran del mundo exterior.
A partir de entonces, todos los príncipes del sultanato otomano, tras la proclamación como heredero del hermano mayor, pasaron lo que les quedara de vida en los aposentos sellados al exterior, conocidos por "La Jaula", en contacto solamente con eunucos y concubinas.
Pero, como toda precaución le parecía poca al gobernante, era condición indispensable que las concubinas de sus hermanos ya hubieran alcanzado la menopausia.
Si, por un infortunado error de cálculo, alguna de las concubinas concibiera pese a que se suponía que había perdido su capacidad de quedar embarazada, el resultado del error pagaba con su vida el imprevisto accidente.
Los príncipes recluidos, una vez proclamado sultán su hermano mayor, solo alimentaban una tenue esperanza de salir de La Jaula: que el sultán muriera sin descendencia y, por orden cronológico de nacimiento, le correspondiera heredarlo.
Que tomen buena nota los políticos del PP que se quejan de que Rodríguez Zapatero dedica sus esfuerzos a montar insidiosas campañas de desprestigio para impedir que lo depongan de su bien ganada poltrona en el palacio de La Moncloa.
Aunque lo de las campañas fuiera cierto, que seguramente lo será,no los manda estrangular,todavía no los ha encerrado en ninguna Jaula y, ni siquiera, limita a ancianas las amantes con las que puedan desfogar.
Pero ni así están contentos estos políticos del PP, acostumbrados a la vida fácil de los privilegiados por la fortuna. Se quejan de vicio.
sw

lunes, 16 de febrero de 2009

EMIGRAR Y MORIR

El número de víctimas no hace más amarga la tragedia ni su reiteración evita el estremecimiento ante la muerte de quienes pierden la vida por buscar una vida mejor.
Los marroquíes ahogados en Lanzarote,cerca de Teguise, han reactivado los sentimientos de piedad y compasión de quienes intentaron y no pudieron salvarlos.
Los que no dudaron en exponer sus vidas para rescatar a los que buscaban trabajo, y solo pudieron recuperar sus cadáveres, tardarán en reponerse del desconcierto al ver morir a los que tan cerca estuvieron de la salvación, sin poder evitar sus muertes.
Piedad, compasión, desconcierto y un atisbo de culpabilidad por no haber detectado la embarcación con tiempo de evitar que zozobrara.
Son todos sentimientos tan nobles como ineficaces para impedir que la tragedia se repita.
Como en desgracias similares anteriores, puede que también en ésta aflore un larvado complejo de culpa por el bienestar relativo de la sociedad cuyas sobras ansiaban los inmigrantes.
Hay culpables de la tragedia y de las que, parecidas a la de hoy, han causado la muerte de más de diez mil ahogados que, en los últimos años, buscaban las costas españolas a las que solamente llegaron sus cadáveres.
También la tragedia de un indeterminado número de ahogados cuyos cadáveres quedaron hundidos en el mar.
Si hay culpables de esas muertes y no son los habitantes de la tierra a la que querían llegar, habrá que buscarlos en los países de los que tan desesperadamente intentaron huir.
¿Por qué la piedad, la compasión, el desconcierto y la culpabilidad por esas muertes, que sacuden a los españoles, no conmocionan a las sociedades de las que huían?
Puede que en ellas se difundan menos profusamente las noticias de esas tragedias, o que la vida de los desheredados que la sufren valga menos allí que lo que aquí estamos dispuestos a pagar por conservarla.
Pero no todos los habitantes de los países de los que mueren en su intento de llegar a España tienen que emigrar para lograr una vida mejor.
Los tiranos que los gobiernan y los secuaces que los ayudan a conservar el poder viven en la opulencia más escandalosa, gracias a la indigencia de los que prefieren enfrentarse a la muerte casi cierta de la emigración, antes que malvivir en la tierra en la que tuvieron la desgracia de nacer.
El bienestar de pocos a costa de la explotación de muchos no es una teoría social original: el tartesso rey Habidis la formuló y aplicó dos mil años antes de Cristo.
Para que perdure en Marruecos y en los demás países de los que proceden los inmigrantes muertos en su intento de llegar a España, los tiranos que los gobiernan saben bien lo que tienen que hacer:
Silenciar las noticias de esas tragedias y reprimir los sentimientos de piedad, compasión, desconcierto y culpabilidad para que no se transformen en exigencia de que la opulencia de unos pocos sea menos evidente, y la miseria de los demás, más soportable.
Esos son los principales culpables de la muerte de los ahogados en su intento de llegar a las costas españolas, pero no los únicos.
¿No son culpables los gobernantes de los países desarrollados de que se perpetúen los tiranos del sur, al encauzar a través de ellos, y para su exclusivo beneficio, la ayuda al desarrollo de sus poblaciones, que se queda en las arcas de los gobernantes como pago a su docilidad?

domingo, 15 de febrero de 2009

GARZON Y LA EPICA DE LA CAZA

Nací, crecí y nunca me desvinculé de la tierra de las monterías, el nombre con que se conoce a las partidas organizadas de caza mayor en Hornachuelos, La Puebla de los Infantes, Las Navas de la Concepción, Constantina, Alanís, Malcocinado y otros pueblos de Sierra Morena.
Tengo muchos amigos de infancia que hibernan todo el año aguardando la reviviscencia del breve período de monterías y, como el único placer mayor que el de practicar su pasión es relatar los aciertos y desventuras de la caza, a fuerza de escucharlos tengo la sensación de ser también protagonista.
De todas las modalidades de la caza, solo hay otra de fanáticos más obsesivos que los monteros: la de los que “cuelgan el pájaro”, los que crían, miman y sacan en la jaula su reclamo para atraer y cobrar perdices silvestres en la época de celo.
Los cazadores más diestros, en cualquiera de las especialidades cinegéticas son, sin duda, los furtivos. Me honro con la amistad de Juan Carlos Molina Román, de La Puebla de los Infantes, uno de los más ingeniosos y capaces, y al que menciono en mi novela “El Viejo Río Grande”.
He ido a un par de monterías, solo como espectador, pero he escuchado a tantos monteros alardear de sus aventuras durante tantos años que creo que puedo escribir sobre caza y monterías con suficiente conocimiento de causa.


CAZADORES URBANOS

Al salir del tibio bienestar del auto, lo despertó sin despabilarlo el cortante frío de la noche, precursor del intenso relente.
Todavía amodorrado por la digestión de la cena en el restaurante en que había parado 400 kilómetros después de salir de Madrid, se apresuró a salvar los 25 metros de gravilla del sendero que, desde el estacionamiento, lo condujo al zaguán del caserío.
Los invitados que lo habían precedido conversaban en torno al tronco crepitante de encina que esparcía la caricia de su calor desde la cavernosa chimenea del fondo del salón.
El cansancio acumulado por sus obligaciones profesionales durante la semana pasada, la relativa incomodidad del viaje y la programada necesidad de madrugar lo aconsejaron despedirse pronto y retirarse al descanso del dormitorio que, como al más ilustre de los monteros, le habían reservado los dueños de la finca.
A las ocho de la mañana, después de sus parsimoniosas abluciones matutinas, fresco y descansado por el profundo sueño al que lo indujo el silencio sin los ruidos del tráfico, se unió a los monteros más madrugadores en el salón del caserío.
Degustó las migas con huevos fritos, los crujientes torreznos, el viscoso chocolate y las tostadas con manteca colorada del desayuno, antes de paladear la copa de aguardiente de guindas.
Cuando la noche anterior subió a su dormitorio vestía el atuendo formal de brillante personaje de Madrid.
Cuando bajó había transmutado su apariencia en la imitación de un rústico: recias botas de suelas gruesas que mantenían sus pies tan cómodos como sumergidos en el agua tibia de una jofaina, amplios pantalones enguatados, zamarra con muchos bolsillos y grueso jersey de suave lana y cuello alto.
La ropa parecía primorosamente desgastada, como si la hubiera estado usando desde que su madre lo gestaba, porque nada le preocupa más a un montero social que estrenar atuendo y parecer primerizo.
A media mañana subió al todo terreno y el postor lo depositó, con el secretario que le había sido asignado, en el puesto que le habían destinado, en teoría el mejor de la batida.
El secretario distribuyó en el puesto la “Expres” de doble cañón y seis mil euros de precio, la canana con las balas de 7 milímetros Magnum, la cantimplora con agua, el termo con café, el táper con los sándwiches y la petaca de Glenfiddich.
A mediodía empezaron a oírse en la distancia los ladridos de las rehalas y el secretario aguzó su atención.
Era el secretario un mozo oscuro y taciturno, franco y servicial que compartía con el señorito el gusto por la caza. Pero tardaba medio año en ganar como gañán los seis mil euros que había pagado el de Madrid por el puesto.
El secretario, con la connivencia del guarda de la finca unas veces, con la benevolencia del dueño otras y, las más arriesgando multas y cárcel, recurría al furtiveo para satisfacer su pasión cinegética.
Lo hacía solo. Tenía que rastrear el monte hasta descubrir la pieza, aproximarse a ella confundiéndose con el entorno para que no lo descubriera, administrar su rumbo para que el aire no llevara su husmo al bicho, abatirlo con un único disparo en un punto de fácil huida de los guardas, desollar la pieza, guardar en el zurrón lomos y jamones y limpiar el entorno de pistas que lo pudieran delatar.
Como secretario del cazador urbano, su cometido era alertarlo de la presencia de las piezas, aconsejarlo sobre el mejor momento del tiro, hacerle cómodo el aguardo y tomar nota para encontrar con facilidad una vez finalizada la montería, el lugar donde habían caído las piezas abatidas.
Hay tiradores expertos y tiros de fortuna que logran abatir una pieza a 400 metros de distacia.
Sobre las tres de la tarde cesan los ladridos de las rehalas y poco después, cuando llega el postor y se le da cuenta de las piezas abatidas y de su probable situación, el señorito sube al todo terreno y es devuelto al caserío para que reponga fuerzas con un almuerzo reparador, comente con los demás las aventuras vividas y se fotografé con las piezas cobradas.
Esa, más o menos parecida, fue la fascinante aventura cinegética de Garzón, Bermejo y los otros cazadores urbanos de sus séquitos.
Un cazador urbano se parece tanto al rural como el soldado de un pelotón de ejecución y el de un pelotón de asalto: ambos se dicen soldados pero mientras los segundos conceden al oponente la oportunidad de defenderse, el único riesgo que afronta el del pelotón de ejecución es el de levantarse al amanecer.

viernes, 13 de febrero de 2009

ANSIAS DE REDENCION

Algunas actitudes del comportamiento humano nos parecen tan irracionales que nos intrigan y, si no son esporádicas sino habituales, nos desconciertan.
Intentar encontrar explicación a lo que, a la luz de nuestra razón, nos parece incomprensible puede provocarnos una desazón tan grande que hasta nos haga temer que sea el raciocinio propio, y no el ajeno, el que esté viciado.
¿Qué de qué hablo? De la contumacia con que el pueblo español acepta y perdona las mentiras reiteradas de José Luis Rodriguez Zapatero.
Mientras más le miente, más lo quiere.
He encontrado, por fin, una relación parecida entre individuos a la que encadena a los españoles con su gobernante y, aunque lo he descubierto en la ficción de una novela, me ha ayudado a explicarme lo que tanto me intrigaba.
En “El curandero de su honra”, Ramón Pérez de Ayala retrata a Tigre Juan, un próspero chamarilero de carácter hosco y turbio pasado, benefactor de un mocito que se enamora de Herminia, una huérfana desamparada.
Tigre Juan, que estorba el casamiento de los dos jóvenes, acaba enamorado y marido de Herminia que, embarazada, huye con Vespasiano, un tenorio seductor junto al que espera encontrar la excitación y la aventura que no encuentra junto a su marido.
Arrepentida y desengañada, abandona al seductor y, tras regresar al hogar, escoge a las criadas más agraciadas del pueblo, con la secreta esperanza de que seduzcan a su irreductiblemente fiel y enamorado marido.
Pretende así poder perdonarle una infidelidad igual a la que a ella la atormenta y de la que no deja de sentirse culpable y, al absolverlo, demostrarle a Tigre Juan que su amor es equiparable al que él le evidenció al perdonarla.
¿De qué sumisión carnal a gobernantes pretéritos se culpa el pueblo español que lo inducen a perdonar las infidelidades del que ahora los gobierna?
¿Es equiparable la lógica de la mente colectiva de un pueblo a la de los individuos que lo integran?
¿Necesitan expiación tan perentoria arrebatos pasionales espúreos en los que los españoles se engolfaron en el pasado?
¿Entregaron el candor de su pureza a amantes indeseables, y esperan su redención perdonando infidelidades del amante con el que ahora comparten lecho?
Se necesitaría la imaginación de un recreador de ficciones como el autor de Tigre Juan o la sabiduría de un experto argentino en psicología de las masas para atinar en la respuesta.
Como insignificante semianalfabeto jubilado y, por andaluz, privado de la sabiduría de razas superiores, que son todas las demás, solo se me ocurre esto:
Los españoles se sienten absueltos del pecado de haberse dejado seducir por los truhanes Franco y Aznar cada vez que los engaña el seráfico Zapatero.

jueves, 12 de febrero de 2009

GARZON Y SU DESTINO

Cuando los recuerdos se rescatan de las brumas del pasado, los perfiles de la imagen pierden nitidez y, en la evocación, solo la sensación experimentada en el lejano pretérito sobrevive hasta el presente.
Mi impresión de la primera vez que vi a Baltasar Garzón hace ahora 22 años fue la de un iluminado capaz de desafiar a las fuerzas del cielo y del infierno, si se coaligaran para impedirle realizar su destino.
El Garzón que conocí en Lisboa la mañana de un día ventoso de invierno era un hombre joven de mirada fija, melena agitada y gabardina abierta cuyos vuelos hacía ondear su caminar implacable.
Quizá fuera lo desapacible de la mañana y el viento racheado que descendía desde el Atlántico por la Avenida Columbano Bordalo Pinheiro lo que me hizo pensar, al ver al joven juez Garzón, en el mensajero de castigos implacables de un dios airado.
Baltasar Garzón había ido a Lisboa en comisión rogatoria, para investigar la contratación en la capital portuguesa de sicarios locales para la trama de los GAL por parte de los policías Amedo y Dominguez, dos de los cabezas de turco de aquella turbia componenda inspirada por el gobierno.
Ya rebasa Garzón el medio siglo y de su progresivo envejecimiento he sido testigo obligado como espectador de televisión, de la que el juez nunca ha dejado de ser rutilante estrella.
Sigue pareciéndome, como aquella lejana mañana de Lisboa, que lo tensa la desazón del que descubre decepcionado que, por mucho que se apresure, no logra reducir la distancia que lo separa del horizonte que se empeña en rebasar.
Puede que ese horizonte sea la Justicia que, con mayúsculas, no está en las manos de ningún ser humano administrar y Garzón, aunque se empecine en no admitirlo, es tan mortal y tan imperfecto como los malandrines humanos a los que tan implacablemente persigue.
Ni siquiera como Dios parece buen justiciero, porque carece de los rasgos de piedad que hasta al airado Dios del antiguo testamento lo acercaban al ser humano.
El ímpetu justiciero de Garzón no tiene límites: persigue por igual a posibles infractores sobre los que tiene la jurisdicción territorial del sistema judicial del que es miembro y a los que cree que han delinquido en tierras lejanas.
Tampoco el tiempo lo detiene. En su afán justiciero, el odiado delito no prescribe. Ni siquiera hace distingos sociales: tan reo de justicia puede ser el desheredado como el todopoderoso.
Hasta con el intocable, sanguinario y feroz dictador de España, Francisco Franco, se ha atrevido aunque, cuando pretendió encausarlo, llevara ya muerto 33 años.
Prisa debería darse Garzón en alcanzar el objetivo cuya persecución lo desazona, y en cumplir el destino al que parece destinado porque, pasados los 50 años, en éste mundo en el que los jóvenes jubilan cada vez más prematuramente a sus mayores, ya ha llegado a la edad de que vaya pensando en su epitafio.
Como el de Gregorio VII en 1085, el de Garzón, cuando Dios lo llame y que no se dé prisa en hacerlo, podría decir: “Amé la justicia y aborrecí la iniquidad. Por eso muero en el destierro”.
Que no sea el destierro del expatriado, sino el del olvido y el perdón.