martes, 22 de octubre de 2013
LA SENTENCIA
· La sentencia del Tribunal de Estrasburgo favorable a la etarra Ines del Rio ha sido acogida con desagrado, por lo que parece, por la mayoría de los españoles. Pero hasta lo peor tiene algo bueno.
lunes, 21 de octubre de 2013
DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR-10-DINERO Y POLVORA DE REYES
La
utilización de la pólvora como arma de guerra, que hacía tiempo se había
experimentado como simple curiosidad, comenzó a extenderse a medida que se
inventaban nuevos artefactos con los que impulsar proyectiles.
También
se había perfeccionado la utilización de la caballería para dispersar masas de
infantes, gracias al acorazamiento de las cabalgaduras, al empleo de lanzas y
espadas mejor forjadas y a la táctica de hacer intervenir ejércitos montados en
lugares donde no los esperara el adversario.
Caballos,
armaduras, arcabuces, cañones y las flexibles y resistentes armas de mano eran
escasas y difíciles de conseguir para el poder limitado y subsidiario de los
nobles feudales.
Incapaces
de competir contra ejércitos dotados de esas armas, se plegaron a ante la
capacidad de los reyes de endeudarse, para lo que obligaron a los nobles a que
pagar mayores tributos que, naturalmente, extraían de siervos y burgueses.
La
burguesía era una clase social en pleno auge gracias al incremento del volumen y la riqueza generada
por el comercio y a la profusión del uso de herramientas fabricadas en los
talleres.
Pacificadas
las regiones desde hacía tiempo en conflicto, se multiplicó el número de
ovejas, su lana incrementó la fabricación de tejidos y los excedentes
nacionales se exportaban al extranjero.
Apagado
el brillo del poder en sus feudos, los nobles fueron poco a poco a la Corte del Rey con la esperanza de ganarse su favor
e incrementar así su influencia en todo el reino.
Los
pocos y débiles adversarios que quedaban a los reyes en sus territorios no eran
dignos de su atención, por lo que pretextaron intereses nacionales generados
por matrimonios con princesas de otros reinos para darle dimensión
internacional a su indiscutida hegemonía nacional.
Ese
recurso a la guerra generado por compromisos dinásticos sirvió a los reyes
europeos durante cinco siglos para pelear entre ellos, con el único costo de la
muerte de súbditos de los contendientes.
También
se empeñaron algunos en una rivalidad por extender sus dominios a lugares
desconocidos e incrementar su poder con riquezas que sus descubridores
encontraran.
Los
navegantes portugueses insistieron sistemáticamente en navegar hacia el sur
hasta abrir una nueva ruta para traer especias de la India, llegadas
irregularmente y a alto precio en caravanas a los puertos del Mediterráneo
Oriental.
La
reina de Castilla promovió el envió de tres barcos hacia el Oeste para
encontrar una vía más corta a la
India, y se topó con América, que en los siguientes siglos
envió riquezas a España, para que sus reyes pagaran guerras en Europa que
interesaban a sus parientes alemanes.
Los
descubrimientos de los navegantes pagados por los reyes europeos con los
tributos que obligaban a pagar a sus súbditos sirvieron de poco provecho a los
pueblos de sus paises.
A
la larga, las especias de la
India las prohibieron los médicos porque producían ardores y
molestias estomacales, la
América que descubrieron los españoles llegó a producir
mujeres hermosas y dictadores sanguinarios y el Norte de América produjo lo que
más ansiaba la Humanidad:
películas de vaqueros heroicos contra indios arteros de caballos corriendo
caballos detrás de caballos y de coches detrás de coches.
También
se debe a América del Norte el embeleso de bailar el boogi-boogi.
Si se hiciera la cuenta ahora de lo que los descubrimientos aportaron a la humanidad,
puede que tengan razón de queja los mestizos resultantes de aquel encuentro de
civilizaciones: los europeos debieron quedarse en sus paises y dejar que se las
apañaran por su cuenta los pobladores de las tierras descubiertas.
viernes, 18 de octubre de 2013
DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR-9-EL PRIVILEGIO DE LA POBREZA
Aquel
protectorado musulmán bajo el que vivieron no duró demasiado y se enteraron de
que había acabado cuando regresaron los que llevaron a la aldea vecina el
tributo anual y no encontraron a quien
pagárselo.
Decidieron
vender lo que llevaban y regresaron con
objetos de labranza, lingotes de hierro para que el herrero hiciera
herramientas, telas, calzado y remedios para enfermedades.
Meses
después de que regresaran, aparecieron caminando dos forasteros vestidos con
pardos hábitos rematados por capuchas que, después de hablar durante largo
tiempo con el viejo cura de la aldea, anunciaron la fundación de un monasterio
que ocuparían frailes dedicados a rezar y trabajar.
Los
aldeanos se sorprendieron de que, por primera vez, llegaran unos forasteros que
no necesitaban su ayuda para vivir porque les anunciaron que tenían obligación
de comer solo los alimentos que ellos mismos se procuraran con su trabajo.
Se
alojaron entre las ruinas del monasterio que había ordenado edificar Ramiro de
Coblenza y comenzaron inmediatamente a reconstruirlo.
Entre
esas tareas y la de labrar un huerto que el monasterio tenía, pasaban toda la
jornada sin incomodar a nadie mas que con los cánticos que siete veces al día,
día y noche, entonaban como oraciones.
Empezaron
arrancando piedras del risco y pronto llegaron seis monjes más para acelerar
las obras. Dos de ellos se encargaban exclusivamente de darle una misma forma
octaédrica a las piedras, otros dos excavaron profundos cimientos hasta completar una zanja de 40 pasos de
longitud por 30 de anchura y los otros cortaban árboles para obtener la madera
que necesitarían.
Seguían
escrupulosamente la división del día en cuatro: seis horas para rezar, seis
para labrar la tierra, seis para construir el edificio y seis para dormir.
Durante
los muchos años que tardaron en construirlo, llegaban esporádicamente
imagineros, vidrieros, especialistas para labrar la piedra y, finalmente, un
equipo para izar al campanario frontal la campana que habían traído, y fijar el
badajo con verga de toro.
Poco
después de que la iglesia se abriera al culto llegó una cuadrilla de
andrajosos, algunos de ellos tonsurado, lo que indicaba que eran clérigos.
Se
instalaron frente al monasterio e increpaban a los monjes como herejes, aunque
los incitaban a que se les unieran.
Se
declararon cátaros, secta escindida del cristianismo, que reconocía igual
capacidad creadora a Dios y al Diablo, predicaba el ascetismo y la pobreza como
condición indispensable para salvar el alma y rechazaba como manifestación
diabólica la posesión de bienes materiales.
Fue
el primero de varios movimientos que frecuentemente degeneraron en luchas
sangrientas desde entonces, predicando que solo eran pobres evangélicos los que
vivían de la caridad.
Todos
ellos acusaban a los frailes del
monasterio de incumplir la obligación de la pobreza porque se
alimentaban de lo que producía su trabajo y no de las limosnas de los fieles.
Fue
una teoría que solo se llevó a la práctica siglos después, cuando las limosnas
o subvenciones del Estado detraídas con impuestos a los que trabajaban,
permitía eludir el trabajo y estimular el ocio.
El continuo peregrinaje de
las numerosas sectas propagadoras del poder demoníaco del trabajo y de la
bondad evangélica de la pobreza lo acometían en ausencia de condiciones
higiénicas elementales y contribuyó a difundir brotes de peste y epidemias, que
diezmaron a la población europea.
miércoles, 16 de octubre de 2013
DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIÓ A NO ANDAR-8-LA BONDAD DEL AISLAMIENTO
DESDE
QIE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR.
8.-LA BONDAD DEL AISLAMIENTO
El
valle, cercado por altas montañas de cumbres permanentemente nevadas, solo
tenía salida relativamente fácil al norte, a través de una garganta estrecha
por la que discurría un arroyo que, con el deshielo de primavera o las
tormentas del verano, cortaba el paso.
El
aislamiento de los habitantes de la aldea les impidió beneficiarse del progreso
que experimentaba la civilización, pero
también los libró de las guerras que generaron ese progreso.
Se
enteraron de que unos extranjeros musulmanes habían llegado desde el Sur y eran
los nuevos amos cuando llegó desde la aldea vecina un jinete extrañamente
vestido que, como siempre a través del intérprete que lo acompañaba, avisó que,
en adelante llevaran cada año a la aldea vecina el impuesto que venían pagando
al comendador.
Comunicó,
además, que por pertenecer a una religión revelada, serían considerados dimmies
y, por lo tanto, exentos del servicio militar y de la sharía, el conjunto de
normas y leyes religiosas que regulan el comportamiento de los creyentes
musulmanes.
La
cultura de los nuevos amos, moldeada por una religión nacida en el incómodo nomadismo
de los desolados desiertos de Arabia, se hizo sedentaria en cuanto conoció los
placeres y la comodidad de las ciudades.
Se
limitó durante mucho tiempo el contacto de los habitantes de la aldea con el
exterior al viaje que varios de ellos hacían para entregar el impuesto anual.
Trajeron
en uno de esos viajes lo que se conocía como herradura, una calza de hierro
para los caballos y burros, que se fijaba a los cascos con clavos de hierro.
Alarico
el Tuerto, que se quedó en la aldea varios meses aprendiendo el oficio de
herrero y herrador, puso una herrería en la que herraba bestias cuando regresó
a la aldea.
Se
multiplicó desde entonces el número de animales de labor en la aldea y aumentó
como no podía imaginarse la producción en los campos y la riqueza de la
población.
Se
terminó entonces la Iglesia
que había comenzado a levantar muchos años antes Ramiro de Coblenza, y la
prosperidad se reflejó en el boato de las ceremonias y el consumo de incienso
para tapar el mal olor corporal de los feligreses.
En
los gélidos días invernales, cuando el viento de norte tenía atrapado a los
aldeanos en la maloliente oscuridad de sus viviendas subterráneas, llegaba el
domingo como un acontecimiento.
En
la profusamente iluminada iglesia, en la que la tenue luz diurna penetraba por
las multicolores vidrieras, parecía que habían anticipado la gloria prometida
envueltos en el aroma del incienso.
El
cura, que en el altar mayor oficiaba la misa revestido de ropajes a los que la
luz arrancaba reflejos dorados, les parecía un ser superior, al que obedecer y
respetar.
Creció
así el poder y prestigio de la
Iglesia y el del Clero, que sirvió de contrapeso al del
comendador y, con el tiempo, forjo una alianza: el comendador hacía lo que le
ordenaba el cura y el cura dejaba de criticar decisiones del comendador.
Entre
los aldeanos era frecuente la gripe, generada por el cambio de temperaturas de
las templadas viviendas subterráneas al gélido exterior, los accidentes en las
labores del campo e infecciones por ausencia de higiene.
Pero
no les afectó una epidemia llamada peste negra que, según relataron a su vuelta
los que fueron a la aldea vecina a llevar el tributo anual, había diezmado a
los habitantes del resto de la región.
lunes, 14 de octubre de 2013
DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR.-7- SERVIR AL REY
DESDE QUE EL
HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR.-7.- A SERVIR AL REY
Cuando
el conde les dijo que aquellas tierras y los que en ellas vivían y trabajaban
le pertenecían, dejó entrever que el amo de verdad era un señor todopoderoso
llamado Rey, que vivía en un lugar remoto llamado corte, desde donde mandaba al
marqués que mandaba al comendador que mandaba a los aldeanos.
Todos
los que mandaban se beneficiaban de los que obedecían, que estaban obligados a
pagar un diezmo, o decuma, anual de lo que producían al Rey, al conde y al
comendador, en total el 30 por ciento de su renta además del trabajo
obligatorio para beneficio, supuestamente, de la comunidad.
Cuando
un emisario del Rey llegó a la aldea desde la Corte, los aldeanos intuyeron que
les traería una nueva carga, y no se equivocaron.
Mandaba
el Rey que, para librarlos de la amenaza de un rey vecino que era enemigo de la
verdadera religión, de la independencia y libertad de sus súbditos, requería su
ayuda:
Ordenaba
el Rey que se le entregara una decuma especial para subvencionar la guerra, y
el reclutamiento para la campaña militar del 10 por ciento de los hombres
útiles del reino, que deberían presentarse provistos de sus propias armas,
equipo y medios de transporte.
Otros 20 hombres de la aldea pasaron a engrosar la nómina de
servidores públicos,
elevando casi tanto como alguna nación muchos siglos después los recursos
generados por la sociedad para que los dilapidara el Estado.
O
nadie supo nunca en qué quedó la guerra para la que partieron los 20 hombres
que nunca más regresaron, o los que lo sabían no estaban deseosos de revelarlo.
La
barragana de messer Ramiro de Coblenza le dio una hermanita a su hijo y los
diáconos que acompañaron al cura cuando llegó habían formado sus propias
familias con hijas de familias acomodadas de la aldea.
Se
había generalizado el uso de plataformas de madera con grandes ruedas para el
transporte de cereales y otros bienes que la tierra producía en abundancia,
gracias a técnicas y herramientas novedosas.
Casi
todo el trabajo del campo lo realizaban los hombres sin ayuda de bueyes
caballos o burros porque, aunque se habían perfeccionado las vendas de esparto
para proteger sus cascos, faltaba más de un siglo para que se popularizaran las
herraduras.
Desde
que llegaron el cura y sus coadjutores sabían los aldeanos donde se encontraba
la aldea, pero de poco les servía porque desconocían lo que había fuera de
ella.
El
risco al pié del cual habían poblado su aldea y ante el que se desplegaba la
llanura era uno de los muchos valles de una cadena de altas montañas, que se
disputaban los reyes francos del norte y los visigodos del sur.
Gracias
a los que llegaron con el conde supieron también, aunque no con mucha
exactitud, que hasta hacía poco había existido un Imperio Romano que llenó la
tierra de carreteras por las que llegaban sus soldados y salían las riquezas
que robaban.
Los
romanos habían impuesto también el latín como lengua común, para no tenerse que
degradar al hablar las lenguas de las tierras que conquistaban.
No
fueron los 20 primeros reclutados para la guerra del rey y que nunca volvieron
los que, a partir de entonces, marcharon a combatir y pocos fueron los que
regresaron, la mayor parte cojos o mancos.
Los
habitantes acomodados del valle tenían dos tipos de viviendas, según la
estación meteorológica: en primavera y verano se acogían a un amplio espacio
techado, resguardado por frágiles paredes, en el que dormían, cocinaban y
comían.
A
medida que el otoño avanzaba y durante el invierno todos se refugiaban en sus
viejas cuevas o en refugios subterráneos
donde, con sus animales, pasaban la época de frío y nieve.
Acostumbrados
como estaban a la ausencia de higiene personal y a la continua convivencia con
los animales, les importaba menos
convivir con ellos que exponerse al frío y la nieve de la superficie.
viernes, 11 de octubre de 2013
DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR.-6-CADENA DE MANDO
Los
vecinos debieron considerar tal fracaso su incursión comercial que tardaron
muchos años en volver a la aldea del risco, que había extendido su caserío y
casi llegaba al millar de vecinos.
Cuando
regresaron, además, solo lo hicieron como guías y al servicio de unos extraños,
dos de ellos, con el pecho cubierto por una reluciente piel que después se
quitaron y subidos sobre unos gigantescos animales que golpeaban el suelo con
sus patas delanteras.
Lucían
largas barbas, pero de un color pajizo que nunca habían visto y hablaban a uno
de la aldea vecina en una lengua que no entendieron.
Les
dijo que el más robusto y joven de los extraños era el conde Genarico, nuevo
amo de la región llamada Endenterra, de la que la aldea del Risco era
fronteriza con un marquesado que pertenecía a otro señor.
Tradujo
el intérprete lo que decía el gigante rubio: como en aquella aldea terminaba su
condado, se establecería allí una guarnición para protegerla de posibles
amenazas enemigas y a las órdenes de un representante suyo, un comendador, al
que tendrían que obedecer como si fuera él mismo y que usaría a los soldados de
la guarnición para hacerse obedecer.
Cuando
se volvieron por donde habían llegado los dos montados y sus acompañantes, tras
ellos quedaron en la aldea seis peones
armados con largas lanzas, escudos protectores circulares, cortas espadas de
ancha hoja, y unos extraños artefactos colgados que eran, como después
supieron, arcos y flechas.
El
comendador representante del nuevo amo de la región demostró pronto que era el
nuevo amo de la aldea: se instaló en la mejor de las casas del pueblo, ordenó
al propietario y su familia que salieran de ella, tomó a su servicio a media
docena de las mozas más esbeltas y a un par de zagales forzudos.
Toda
la servidumbre quedó a las órdenes de un hombre de barbas blancas, que había
llegado con el comendador y a través del que hablaba siempre.
Con
el cambio del régimen autárquico anterior al feudal de ahora, otros 16
habitantes de la aldea pasaron a vivir de lo que producía el resto de los
vecinos en edad de trabajar.
No
habían tenido tiempo de expresar en voz alta su descontento cuando la llegada
de un nuevo grupo de forasteros les hizo presentir que sus desgracias no habían
acabado.
A
lomos de animales parecidos a los que montaba el conde, aunque de menos
tamaño y que después supieron que eran
burros, llegaron un hombre de mediana edad con la cabeza extrañamente pelada,
larga vestidura de color pardo ceñida a la cintura con un cordón, una mujer más
joven, de cabello rubio e igual vestimenta que el hombre, pero sin cíngulo, y
un mozalbete de mediana edad.
Los
seguía una numerosa cuadrilla de porteadores, cargando a sus espaldas o
arrastrando en plataformas con pies redondos una cuantiosa fardamenta.
El
anciano de barba blanca que hablaba por el comendador ordenó a los que
presenciaban la llegada de los forasteros que comunicaran a los habitantes de
la aldea que se reunieran frente a la casa del comendador al dar de mano.
Todos
tenían curiosidad, aunque variaban al predecir las nuevas cargas que les impondrían,
y fueron los más pesimistas los que más se acercaron a las calamidades que les
anunciaron:
El
hombre de la barba y la extraña forma de raparse la cabeza, era. dijo el viejo, Messer Ramiro de Coblenza, al que el señor
conde había encargado predicar el Evangelio a los habitantes de aquél pueblo, darles a conocer la nueva
religión para, después admitirlos en la Santa Madre Iglesia al recibir el
bautismo.
Advirtió
que el señor conde había mandado que obedecieran todo lo que ordenaran Mosén
Ramiro y sus dos coadjutores, bajo pena de severos castigos y avisó que, a
partir del día siguiente, todas las familias debían poner al servicio de los
recién llegados un varón capaz de trabajar para ayudar en la construcción de
una iglesia.
En
su propia lengua pero con acento gutural, el de la larga túnica, les advirtió
que ningún habitante de la aldea debería faltar a parir del día siguiente,
después de dar de mano, a una reunión en la que les explicaría la nueva fe, la
única verdadera.
Los
niños, en vez de correr y jugar, tenían que asistir cada mañana, a la hora que
fijaría la barragana, que es como llamaba a su mujer, para prepararlos para el
bautismo.
Con
los reclutados forzosos por el recién llegado, cincuenta hombres maduros a
tiempo completo y los niños alternándose en el pastoreo del ganado, habían
pasado a trabajar para el estado medieval.
La
cada vez más compleja organización medieval seguía progresando, fortaleciendo
al Estado en la misma proporción en la que debilitaba a la sociedad de la que
vivía.
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